De viaje por La Mancha nos detenemos en un bar de carretera. Se trata de uno de esos lugares de paso para camioneros y turistas, cuya decoración resulta más entretenida que ver la televisión. Lo que uno hace, en ese tipo de tascas, es observar el paisaje interior mientras se toma un refresco o un café. En ésta, en la que entramos a tomar un tentempié, hay tantas mercancías, adornos, objetos, comestibles y artilugios que los ojos, ávidos de novedades, no descansan, posándose aquí y allá, como abejas en busca de flores o buitres en pos de carroña. No hay demasiados clientes, sólo una pareja jugando en una máquina y un grupo de amigos en la barra, aliviando la sed.
De estos bares surgen canciones y literatura. No es para menos. Tienen, por ejemplo, un par de expositores: con discos compactos de cantautores con caspa y con películas de dvd. El ochenta por ciento de esas películas son bodrios y el resto no están nada mal. Recuerda uno otros tiempos: antes de que los compactos y el dvd sustituyeran a las cintas de casete y a las cintas en vhs. Al cambiar esos formatos, los expositores de esos bares pierden un poco de su viejo espíritu, igual que si a una casa de madera le instalamos puertas de acero. En una esquina reposa una máquina inmensa, una especie de globo repleto de bolas de chicle, esas bolas de tamaño de pelota de futbolín que, de niños, ni siquiera nos cabían en la boca. Junto a la barra han puesto una vitrina; los comestibles que hay tras el cristal, a la venta, logran que a uno se le caiga la baba: casi todos son quesos manchegos. Sirven tapas y raciones variadas: anchoas, porciones de queso, cachuelas, tortilla… En la pared, junto a un televisor en el que retransmiten uno de esos programas en los que las parejas que ya no se quieren salen a contarlo con el culo en un sofá, vemos un cartel de comidas y sus correspondientes precios. Todo está bien escrito, salvo venado; leemos: “Venao en su salsa”. Lo cual nos hace mucha gracia, y lamenta uno no tener una cámara de fotos para retratar el cuadro al completo. Los dueños venden mecheros con forma de guitarra, de coche, de camión, cada uno más horrible que el anterior. Entre las múltiples mercadurías vemos, sorprendidos, unos cuantos zapatos, y algunas botas, que han colocado encima de sus correspondientes cajas, a más o menos un metro de distancia de los quesos de la vitrina. Es extraño ver los zapatos y los quesos, unos cerca de otros. Pero, ¿qué mejor receta para un caminante, para alguien que recorre el país a pie, que salir con un par de botas nuevas y un queso manchego bajo el brazo?
De estos bares surgen canciones y literatura. No es para menos. Tienen, por ejemplo, un par de expositores: con discos compactos de cantautores con caspa y con películas de dvd. El ochenta por ciento de esas películas son bodrios y el resto no están nada mal. Recuerda uno otros tiempos: antes de que los compactos y el dvd sustituyeran a las cintas de casete y a las cintas en vhs. Al cambiar esos formatos, los expositores de esos bares pierden un poco de su viejo espíritu, igual que si a una casa de madera le instalamos puertas de acero. En una esquina reposa una máquina inmensa, una especie de globo repleto de bolas de chicle, esas bolas de tamaño de pelota de futbolín que, de niños, ni siquiera nos cabían en la boca. Junto a la barra han puesto una vitrina; los comestibles que hay tras el cristal, a la venta, logran que a uno se le caiga la baba: casi todos son quesos manchegos. Sirven tapas y raciones variadas: anchoas, porciones de queso, cachuelas, tortilla… En la pared, junto a un televisor en el que retransmiten uno de esos programas en los que las parejas que ya no se quieren salen a contarlo con el culo en un sofá, vemos un cartel de comidas y sus correspondientes precios. Todo está bien escrito, salvo venado; leemos: “Venao en su salsa”. Lo cual nos hace mucha gracia, y lamenta uno no tener una cámara de fotos para retratar el cuadro al completo. Los dueños venden mecheros con forma de guitarra, de coche, de camión, cada uno más horrible que el anterior. Entre las múltiples mercadurías vemos, sorprendidos, unos cuantos zapatos, y algunas botas, que han colocado encima de sus correspondientes cajas, a más o menos un metro de distancia de los quesos de la vitrina. Es extraño ver los zapatos y los quesos, unos cerca de otros. Pero, ¿qué mejor receta para un caminante, para alguien que recorre el país a pie, que salir con un par de botas nuevas y un queso manchego bajo el brazo?
De camino al servicio, en una esquina, contempla uno otro expositor, en el que han sujetado, con gomas elásticas, un muestrario de carteras de piel, o quizá de imitación. Cada recoveco ha sido bien aprovechado por los dueños para colgar los objetos a la venta. Detrás de la barra la vista se pierde, saltando de una mercancía a otra. Junto al televisor cuelga una pantalla que muestra lo que ven dos o tres cámaras de vigilancia. Las cámaras recogen imágenes del exterior: de los rincones oscuros de la maleza próxima al bar, de una camioneta aparcada, de un camino polvoriento. Si han colocado cámaras de vigilancia es porque habrán sufrido algunos robos, pues en estos bares de paso entra gente de todo tipo, desde la pareja de novios hasta el grupo de amigos de excursión, pasando por viajantes, vendedores, camioneros, vagamundos, ladrones, ex convictos, estafadores, familias haciendo turismo. Ahora lo que se lleva son las gasolineras-bares-supermercados. Pero no son tan auténticas, no tienen la solera de estas tascas de paso, ibéricas y excesivas.