Unos amigos me recomendaron visitar las cuevas de El Molar, un pueblecito de la comunidad de Madrid, que dista de la ciudad unos cincuenta kilómetros. Fuimos a comer el sábado. Dado que no queríamos utilizar el coche, por aquello de que luego no puedes ni probar el vino, comprobamos que se podía ir en autobús. Subidos a ese transporte tardamos unos cuarenta y cinco minutos. El autobús, tras pasar por lugares como Alcobendas, cuyas calles paseé hace unos años, nos dejó en el centro del pueblo. El Molar está situado entre cerros, y quizá por eso lo recorren unos vientos helados, pero muy saludables para los pulmones, un poco hartos de la contaminación de las urbes y de respirar los aires viciados de las junglas de asfalto. Es uno de esos pueblos ideales para recorrer a pie, olvidándose de coches y demás vehículos, y observar a los lugareños. Antes de ir a comer a alguna de esas cuevas es conveniente hacer una reserva por teléfono. De lo contrario será difícil conseguir mesa.
Fuimos caminando por unas cuantas calles hasta encontrar una cuesta que conducía a una de las bodegas o cuevas, donde varios amigos habíamos hecho la reserva. Parece que son muy estrictos en este punto: al final se sumó otra persona más y la ventera nos dijo que no cabríamos. El azar, que a veces tiene mecanismos favorables para uno, quiso que a otra de las cuevas de la misma bodega se presentara menos gente de la que habían acordado. Ocupamos, pues, la suya, y ellos la nuestra. Antes de entrar tomamos algo en una especie de mesón o cantina, de la que es propietario “El Dioni”. Su apodo, además, da nombre al establecimiento. Ignoro si el hombre de detrás de la barra era él o no, porque yo desconocía su rostro; a mi regreso a casa busqué alguna foto en la red, pero no sabría decir si era él o no. Cuentan que regenta este mesón y un bar en Barajas. El caso es que pedimos un vino y, por el precio del chato, el dueño ofrece un caldo de pollo por persona. Lo ponen en un vaso corto, y el líquido templa las manos y el alma cuando, como en esta época, llega uno a la taberna helado por los vientos que vienen de la sierra. Tras el caldo, y por ese precio, puedes comer una tapa. Me fijé en una de las paredes de aquel local angosto y oscuro: unas caricaturas hechas en el muro muestran el periplo de “El Dioni”, desde que se llevó los trescientos millones de pesetas del furgón de la empresa de seguridad en la que trabajaba hasta su detención, pasando por la huida a Brasil y su festejo del golpe. El mesón es curioso y da buena espina. Después de tomar vino, caldo y tapa, salimos fuera. Me asomé a una atalaya, para absorber el aire frío y mirar el paisaje. Constituye una de esas vistas necesarias tras tanto empacho de ciudad. Los cerros que rodean El Molar son el de la Torreta y el de la Atalaya. Me di un atracón visual de naturaleza antes de meterme en la bodega.
El Molar, según leo, posee más de doscientas cuevas, llamadas las Cuevas del Vino. Una vez dentro recordé mi tierra, en concreto las bodegas de El Perdigón. Hay carnes a la brasa, parrilladas, vino tinto, ensaladas, y otras variantes gastronómicas en la carta que nos entrega un hombre: cocidos, pescado, fabada, judías con perdiz, postres artesanos, etcétera. Pedimos un combinado especial que incluye morcilla, chorizo, chistorra y pimientos del Piqullo, muy sabroso y adecuado para elevar el nivel de colesterol. Después elijo carne de buey. La sirven cruda, con sal gorda por encima, y ponen un plato de barro que calienta un pequeño hornillo. La carne la asa uno a su antojo, igual que en un restaurante de Zamora que visité en septiembre. La carne está deliciosa incluso cruda. Sí: me comí un filete crudo.