Pasa el tiempo y uno, a veces, no advierte que los objetos envejecen demasiado. Cuando algo deja de funcionar repasamos los años que lleva con nosotros: cinco, diez, quince. Al ordenador, cuya jubilación veo próxima, le han seguido las gafas de miope que utilizo en casa. Mientras escribo estas líneas las miro, colocadas encima de la mesa, y compruebo que son unas gafas tan usadas, tan molidas, que ni un pobre se las pondría. Hoy, además, los vagabundos y los parados son de otra clase, pues muchos no tienen ni para un bocadillo, pero llevan móvil al cinto.
Mis gafas han sobrevivido a todo: caídas, rozaduras, golpes, manipulación manual. Hace años que no me atrevo a salir con ellas a la calle, ni siquiera para ir a buscar el periódico al quiosco de la esquina: la pintura negra de la montura metálica se ha ido descascarillando por el uso, de modo que luce algunos tramos oscuros y otros dorados; el recubrimiento de plástico de una de las patillas también me abandonó meses atrás, harto de que lo mordiera; los cristales ya era imposible mantenerlos limpios, ni siquiera sometiéndolos a una dieta de jabón de manos y agua fría; esos cristales estaban rayados y envejecidos. La última vez que en la óptica me examinaron de la vista, el encargado aconsejó que siguiera usando la antigua graduación de los cristales en casa, para hacer trabajar un poco a los ojos, y que saliese a la calle con lentillas. Por eso dichos cristales acumulaban años. Se me han caído cientos de veces al suelo y nunca les ocurrió nada. Pero la otra mañana se cayeron y un cristal se partió. En cuanto al modelo, la montura, lleva encima de mi nariz y alrededor de mis ojos desde que yo tenía, por lo menos, quince o dieciséis años. Han cumplido con creces su misión, su cometido. Lo cierto es que algunas personas tenemos la manía de sacar a nuestros objetos todo el jugo posible, hasta que dicen: se acabó. En los últimos tiempos no me daba apuro ponérmelas por ahí porque estuvieran gastadas y hechas cisco, sino porque el modelo es de los años ochenta. Está tan pasado de moda que me alegro de que se hayan roto, y así no tengo excusa para no comprarme otras. En aquellos tiempos las gafas de montura fina para jóvenes y adolescentes eran más grandes de lo que se usan ahora, más redondas, más ochenteras. En una palabra: horribles.
Mis gafas han sobrevivido a todo: caídas, rozaduras, golpes, manipulación manual. Hace años que no me atrevo a salir con ellas a la calle, ni siquiera para ir a buscar el periódico al quiosco de la esquina: la pintura negra de la montura metálica se ha ido descascarillando por el uso, de modo que luce algunos tramos oscuros y otros dorados; el recubrimiento de plástico de una de las patillas también me abandonó meses atrás, harto de que lo mordiera; los cristales ya era imposible mantenerlos limpios, ni siquiera sometiéndolos a una dieta de jabón de manos y agua fría; esos cristales estaban rayados y envejecidos. La última vez que en la óptica me examinaron de la vista, el encargado aconsejó que siguiera usando la antigua graduación de los cristales en casa, para hacer trabajar un poco a los ojos, y que saliese a la calle con lentillas. Por eso dichos cristales acumulaban años. Se me han caído cientos de veces al suelo y nunca les ocurrió nada. Pero la otra mañana se cayeron y un cristal se partió. En cuanto al modelo, la montura, lleva encima de mi nariz y alrededor de mis ojos desde que yo tenía, por lo menos, quince o dieciséis años. Han cumplido con creces su misión, su cometido. Lo cierto es que algunas personas tenemos la manía de sacar a nuestros objetos todo el jugo posible, hasta que dicen: se acabó. En los últimos tiempos no me daba apuro ponérmelas por ahí porque estuvieran gastadas y hechas cisco, sino porque el modelo es de los años ochenta. Está tan pasado de moda que me alegro de que se hayan roto, y así no tengo excusa para no comprarme otras. En aquellos tiempos las gafas de montura fina para jóvenes y adolescentes eran más grandes de lo que se usan ahora, más redondas, más ochenteras. En una palabra: horribles.
Las gafas identifican a algunas personas. Tanto, que a menudo un hombre es las gafas que acostumbra a utilizar (aunque a veces cambie de montura). Pienso en las gafas de Woody Allen, en las de John Lennon, en las del cartel de “Lolita”, en las de Elton John, en las de Francisco Umbral, en las de Miguel de Unamuno. Si fallece una persona que usaba lentes, las gafas se convierten en un símbolo de su permanencia en nuestro recuerdo. Más que su nariz o su pelo, las gafas simbolizan lo que fueron y lo que parecían. Cuando a mí me las recetaron suponían una lacra: el tío de las gafas siempre era el empollón, el feo, el raro. Por eso, antes de pasarme a las lentillas, las usaba poco por la calle, ganándome a cambio la enemistad de amigos y conocidos, que me saludaban por Santa Clara sin que fuese capaz de verlos o, viéndolos, sin reconocerlos, y por tanto no saludándolos o saludando vagamente. Ahora las gafas son sinónimo de elegancia, de distinción. Están de moda. Una vez me contaron de un tipo madrileño que, en las noches de farra, usaba gafas con cristales no graduados sólo para darse porte de intelectual y guaperas. Y, al parecer, el invento funcionaba. Con las gafas puestas tuvo más éxito en sus lances amatorios. Sus amigos terminaron llamándolas “gafas de fornicar”, pero con otro verbo que suena peor.