En la televisión ponen un reportaje, en el que interviene el gran Pablo Carbonell, sobre la ruta de la basura. Los basureros que la recogen en esos camiones tras los que tienen que correr, los cartoneros y los traperos que rebuscan para llevarse el material que luego venderán, los tipos que se alimentan de los desperdicios. Siempre que hablan de las papeleras y de los contenedores y de los vertederos, y de cómo alrededor de cada bolsa de detritus que arrojamos a la calle surgen manadas de hombres y animales que aprovechan hasta la última gota, se estremece uno. Antes de cerrar cada bolsa de basura, uno la mira con asco por encima. Pero de nuestros desperdicios comen y viven muchas personas. Cuando por error, o por empanada mental, descubrimos que hemos tirado algo necesario (una nota donde habíamos apuntado a mano algunos teléfonos o direcciones, una factura extraída de su sobre, un periódico de cuyas páginas queríamos recortar alguna noticia) al cubo, es una tarea horrible escarbar dentro, revolver con cuidado y mirada atenta entre nuestros residuos, mancharnos las manos, oler la mixtura de restos de comida, ceniza, tamo y latas de conserva. Casi nos dan ganas de vomitar. Y eso que se trata de nuestra basura… Imaginen lo que supone esta visión, esta búsqueda, para quienes viven de los contenedores.
Nuestra sociedad genera cada día más montañas de desperdicios. Esto proviene de nuestra fiebre consumista. Todos, en mayor o menor medida, contamos con esa flaqueza: la del consumidor que entra al supermercado, o a un almacén, o a cualquier otro comercio grande, a comprar un artículo, y sale con varias bolsas y la espalda rota de cargar, y la cartera temblando. Puede que no esté en lo cierto, pero me huelo que esa locura por consumir sin tregua sólo se da en los hipermercados y grandes superficies. No es raro meterse en una zapatería (me refiero a ciudades más pequeñas, más discretas), en una tienda de ultramarinos, en una papelería, y oírle comentar al vendedor aquello de: “Mal está la cosa: no vendemos nada”. Hemos alcanzado un punto en el que creemos que la calidad sólo está allí donde hay más abundancia, más oferta. Supongo que saben a lo que me refiero: si un comprador tiene que salir a por una lata de anchoas para prepararse una pizza en casa, y va a la pequeña tienda de la esquina, en su barrio, saldrá con la lata y, si acaso, algún otro artículo. Si entra, por el contrario, a buscar esa lata en un supermercado, los ojos se le vuelven locos con las ofertas, las cantidades industriales, el jaleo de gente comprando y comprando a lo bestia. Además, tendemos a pensar: “Bien, ya que me toca soportar una cola de quince minutos antes de llegar a la caja, voy a comprar más cosas”. Yo mismo he pecado en esto. En la tienda coges lo imprescindible. Del supermercado te llevas todo lo que puedes. Y no sólo ocurre con los alimentos. Entra un fulano a elegir un jersey porque se acercan los meses de invierno y sale vestido al completo, con todo el ajuar: zapatos, pantalones, bufanda, calcetines, e incluso guantes aunque nunca los use.
Nuestra sociedad genera cada día más montañas de desperdicios. Esto proviene de nuestra fiebre consumista. Todos, en mayor o menor medida, contamos con esa flaqueza: la del consumidor que entra al supermercado, o a un almacén, o a cualquier otro comercio grande, a comprar un artículo, y sale con varias bolsas y la espalda rota de cargar, y la cartera temblando. Puede que no esté en lo cierto, pero me huelo que esa locura por consumir sin tregua sólo se da en los hipermercados y grandes superficies. No es raro meterse en una zapatería (me refiero a ciudades más pequeñas, más discretas), en una tienda de ultramarinos, en una papelería, y oírle comentar al vendedor aquello de: “Mal está la cosa: no vendemos nada”. Hemos alcanzado un punto en el que creemos que la calidad sólo está allí donde hay más abundancia, más oferta. Supongo que saben a lo que me refiero: si un comprador tiene que salir a por una lata de anchoas para prepararse una pizza en casa, y va a la pequeña tienda de la esquina, en su barrio, saldrá con la lata y, si acaso, algún otro artículo. Si entra, por el contrario, a buscar esa lata en un supermercado, los ojos se le vuelven locos con las ofertas, las cantidades industriales, el jaleo de gente comprando y comprando a lo bestia. Además, tendemos a pensar: “Bien, ya que me toca soportar una cola de quince minutos antes de llegar a la caja, voy a comprar más cosas”. Yo mismo he pecado en esto. En la tienda coges lo imprescindible. Del supermercado te llevas todo lo que puedes. Y no sólo ocurre con los alimentos. Entra un fulano a elegir un jersey porque se acercan los meses de invierno y sale vestido al completo, con todo el ajuar: zapatos, pantalones, bufanda, calcetines, e incluso guantes aunque nunca los use.
En el edificio de Fnac, esa trampa fatal para nuestros ahorros, no es raro observar a hombres que salen con una tonelada de discos, películas, libros y cómics en las manos, hasta el punto de que caminan hacia las cajeras y no les vemos el rostro: los artículos, subidos unos encima de otros, les tapan el torso, el cuello y la cara. La cadena funciona mal: compramos demasiado en las grandes superficies, y los pequeños tenderos corren el riesgo de acabar cerrando y echándose a la calle para acompañar a los vagabundos y alimentarse, también, de nuestros desperdicios.