De vez en cuando entro en una frutería regentada por hindúes. Las fruterías de los extranjeros suelen tener el doble de productos, y también brilla en sus cajones cierto exotismo que le hace a uno la boca agua. En sus cajas y en sus cestos se apilan piezas que uno nunca antes había visto. Ello obedece a que, de ese modo, no sólo venden la fruta que suele comprar el español medio (naranjas, manzanas, kiwis, limones, uvas, sandías...), sino además la fruta que suelen comprar quienes proceden de su tierra (mangos, papayas, aguacates, plátanos verdes, limas...). A veces me detengo ante un cajón y escudriño el género, y compro algún ejemplar para llevarlo a casa y comer su pulpa. Entre esos cajones abundan unos plátanos verdes gigantes, casi tan grandes como bates de béisbol. También los he visto en el supermercado. Son tan largos como un antebrazo. Un día compré uno, por la magnificencia de su verdor, ya que detesto casi toda la fruta madura. Lo dejé en la nevera veinticuatro horas porque lo notaba, al tacto, demasiado verde. Pero vi que seguía siendo una roca. Aguardé, pues, unos cuantos días. Al final, harto de esperar, traté de abrirlo, para lo cual tuve que emplear un cuchillo y algo de fuerza. Le arranqué un pedazo minúsculo. Aquello sabía a rayos, como roer virutas de madera muy seca. Días después tuve que tirarlo.
Lo anterior es lo que nos sucede cuando no queremos preguntar ni informarnos. Una semana después entré en una pequeña tienda de comestibles que me caía de paso. Iba a comprar aguacates. Entonces volví a ver esos plátanos verdes. Resulta que la vendedora era sudamericana. Le pregunté cómo demonios se empleaba aquello en la cocina, si cocido o hervido o con alguna preparación especial, ya que había intentado comer uno crudo y fue inútil. Me dijo que era costumbre prepararlo así: eran plátanos verdes que deben partirse en rodajas con un cuchillo. Las rodajas deben ser finas, pero más gruesas que el canto de una moneda. Después se echan en una sartén con abundante aceite y se fríen hasta que estén bien doradas. Se añaden pellizcos de sal y, si a uno le gusta el picante, se espolvorea pimienta por encima. Yo conocía el clásico plátano frito y dulce que sirven en el arroz a la cubana, pero ignoraba esta receta.
El invento salió bien. En otros países hacen maravillas con la fruta: la fríen, la hierven, la cuecen, la mezclan, le añaden de todo. Pero mi intención no era comer esas rodajas a palo seco, por lo que preparé unas tortillas mejicanas y las metí dentro, añadiendo todo lo que me parecía digno de añadirse a esa especie de cucurucho: pollo, pimientos y cebolla fritos, alguna hoja de lechuga, unos trozos de aguacate, salsas varias. Últimamente me ha dado por inventarme platos mientras cocino. Dado que la cocina, en principio, me aburre, al menos así me distraigo. Lo de las tortillas mejicanas, o burritos, por supuesto no lo he inventado; lo que suelo hacer es experimentar: por ejemplo, echándole rodajas de plátano con sal y pimienta a una receta que no incluye ese ingrediente. Otra noche me preparé un bocadillo de lomo adobado y quise meterle, además de queso en lonchas, unas rodajas de tomate, que pues así lo he comido en los bares de mi tierra. El tomate se había acabado. Entonces vi por ahí una pera triste, solitaria y olvidada, y la desmenucé en filetes y se la endosé al bocadillo. No hace falta decir que aquello sabía a gloria. La fusión de lo salado y lo dulce, ya saben, es una de las claves culinarias. Por otro lado, no soy de esas personas que sólo gustan de la comida con la que se criaron, y aborrecen y detestan probar un menú árabe, hindú, mejicano. Y no serlo, sin duda, beneficia al paladar.