Cuando atravieso la Plaza de Lavapiés siempre hay alguien que me susurra lo mismo: “Chist, chist, chocolate”. Si lo repitiera cuatro o cinco veces seguidas parecería una canción de los Oompa Loompa de Willy Wonka. En otras ocasiones lo que oigo es: “Hachís”, pero no lo pronuncian tal como se escribe, sino así, arrastrando las palabras: “Hassshís”. No miento si reconozco que me suelen dar ganas de volverme hacia el tipo y decirle: “¡Jesús!” Perdonen el chiste malo, pero es lo que siempre quiero espetarles. Quienes lo venden suelen ser jóvenes árabes que andan todo el santo día de trapicheo. Y se lo ofrecen a fulanos de mi catadura, a saber: pelo algo largo y juventud crepuscularia. Aunque la otra tarde, de lejos, dos chicas muy jóvenes, muy pijas, creo que me ofrecieron lo mismo. Yo ni siquiera les miro, o les echo un fugaz vistazo como diciendo: “No me interesa”.
Una noche, de regreso a casa, vi a uno de esos camellos de esquina haciendo equilibrios junto a una furgoneta aparcada a la puerta del edificio. Los equilibrios eran de este pelo: estaba agachado, con los pies en el borde de la acera y la espalda medio apoyada en un costado trasero del vehículo. Como, justo tras la rueda trasera de la furgoneta, había una boca sucia de alcantarilla, pensé una de dos cosas: o el individuo está buscando con la mano algún objeto que se le ha caído a la cloaca y, por misterios de su comportamiento, es contorsionista y prefiere buscar de espaldas, o sea, a ciegas; o, por el contrario, le ha entrado un apretón de vientre y se prepara para defecar. Esta segunda suposición me dio mucho asco. Principalmente porque pasaba al lado del fulano cuando lo vi (háganse cargo: era de noche y la furgoneta y algún arbolillo manchaban de sombras la pared, emboscando la labor de los faroles). Luego pensé otra cosa: “Este está robando en la furgoneta”. Pero no se me ocurrió qué se puede robar debajo de una furgoneta, pues entiendo menos de mecánica que de jardinería de bonsáis, de la que no sé nada. Tampoco llegué a sopesar que estuviera rascándose la espalda contra el vehículo: conocí a un tipo que se rascaba así la columna, restregándose con las esquinas y las paredes, imitando el movimiento de sube y baja de cuando vas subido en un tiovivo. Me dijeron que el nota aquel, con toda probabilidad, estaría recogiendo alguna pequeña entrega. En ocasiones, según parece, así lo hacen, para que si llega la policía no pille al vendedor con las manos en la masa. Lo dejan en los bajos de algún vehículo que saben no va a moverse en unas horas y mandan al comprador allí. Es un buen sitio: si aparece alguien, y pregunta, puedes argumentar que se te ha caído una moneda; la excusa para buscarla de espaldas, a ciegas, ya no se me ocurre.
Dicha furgoneta, por cierto, tiene tantas meadas encima que cualquier día se le caen las ruedas o se le descompone el chasis. Vuelves a casa por la noche y no es raro ver a alguien apretado contra un lateral del vehículo. Evitas pasar por la acera, que es angosta, por si acaso. Por si acaso está sucediendo alguna de estas acciones: que el individuo esté dando un achuchón excesivo a una individua, que un caco de poca monta esté hurgando en la cerradura para mangar en la furgoneta, que se esté liando un canuto en las sombras. Pero no: siempre es alguien aliviándose la vejiga. Lo sabes por el sonido del orín calle abajo. También lo saben los vecinos porque no es raro ir por ahí y encontrarse la vomitiva imagen de un chalado con el falo fuera. Así que esa furgoneta hace las funciones de vehículo, mingitorio de hombres, váter de palomas y escondite de alijos. Por suerte estos días el dueño se la ha llevado.