Subía por una cuesta que desemboca frente a la Filmoteca de Madrid cuando vi que salía un grupo de gente, caminando despacio, en dirección a un coche aparcado. Lo primero que noté fueron canas, y alguna marcialidad de movimientos, como si esos señores fueran importantes. Y lo eran. Lo son: vaya si lo son. Unas cuantas personas salían de algún acto de la Filmoteca y entre ellas estaban dos míticos del cine: Luis García Berlanga y Jess Franco, aunque debería ponerles a ambos el don delante, y quitarme el sombrero. Berlanga y Franco son las dos caras de la moneda de la historia del cine español: el conocido por el gran público y el conocido por el público minoritario (o sea, el gran desconocido), el celebrado y el proscrito, el que ha estrenado sus obras en los grandes festivales y el que ha estrenado en salas de barrio y en círculos restringidos, el que esquivó la censura y el que la sufrió como un golpe de azada en la nuca de la creatividad. Pero, sobre todas las cosas, ambos convergen en que son dos raros, dos criaturas míticas, dos hombres que están por encima del bien y del mal y cuyos nombres no dejan de asomar en homenajes, retrospectivas y ciclos.
Sólo une a estos dos directores de cine tan distintos, me atrevería a decir, la pasión cinéfila y el gusto por la mujer, que en ninguno de ellos es guarrería (contrariamente a lo que piensen algunas personas), sino celebración del sexo débil que en realidad es el fuerte, de la mujer como símbolo, como amiga, madre, amante, compañera... Sólo hay que leerse los recuerdos de Jess o Jesús Franco, que recomendé en Radio Zamora hace tan sólo quince días: “Memorias del tío Jess”, en las que, a pesar de haber rodado algunos títulos emblemáticos del erotismo y del porno, Jesús Franco nunca habla de la mujer con machismo ni como si fuera un mero objeto decorativo, sino con un respeto, un amor y una devoción hacia las mujeres en general, y hacia la suya en particular, que vuelve su figura mucho más venerable. Jess Franco da lecciones en ese libro suyo, memorialista y ácido: lecciones de cine y de jazz y de viajes por el mundo, pero principalmente da lecciones de tolerancia y respeto por el género femenino, algo que habrá sorprendido a las feministas, pues Franco dirigió numerosos largometrajes de sexo y fetichismo. Pero me desvío del tema: apuntaba que son distintos, sus filmografías son radicalmente opuestas, e incluso en persona no hay entre ellos ninguna similitud, salvo las canas. Berlanga es alto, imponente, erguido y majestuoso, como si caminara desafiando al mundo con la barbilla, igual que un Don Quijote al filo de su cansancio; lo vi ataviado con gabardina de detective, y señorial en sus andares. Franco es bajito, encogido, algo más robusto pero menos ancho de hombros, y usa gafas de culo de vaso que le aumentan los ojos achinados y le dan un toque de Fu Manchú intelectual, pues sobre tal personaje hizo algunas películas. Son las dos caras de la moneda. Precisamente será por eso que se llevan tan bien. Como los escritores y muy amigos Fernando Arrabal y Michel Houellebecq, que acaban de reunirse en León, tras recibir el segundo un premio entregado por el primero, y donde Arrabal manifestó que les separa todo. Salvo, añado yo, el amor por la literatura y el gusto por la polémica.
Al ver a Jess y a Berlanga salir de la Filmoteca recordé que el primero acaba de escribir un libro sobre el segundo. Ambos han conversado numerosas horas y el fruto es “Bienvenido Mister Cagada. Memorias caóticas de Luis García Berlanga”, que he visto en las mesas de novedades de las librerías. Si el volumen es sólo la mitad de divertido que la autobiografía de Jesús Franco habrá que leerlo.