Escribo estas líneas el viernes por la mañana. Aunque ustedes las leerán el lunes. El mismo viernes en el que vuelve a entrar en funcionamiento la línea de metro entre Moncloa y Legazpi, o sea, la que pasa por Lavapiés y, por tanto, me afecta a mí. La han mantenido cerrada durante unos tres meses y medio. Es decir, todo el verano y un poco más. He de reconocer que los operarios (españoles, africanos, árabes, sudamericanos) han trabajado como mulos: lo hacían incluso por las noches. Lo sé porque, metido entre las sábanas, a veces escuchaba el traqueteo de sus máquinas, la cadencia de sus golpes, el ruido lejano de las taladradoras. No entiendo cómo puede dormir la gente que vive en los pisos de la Plaza de Lavapiés y cuyas ventanas dan al exterior, con tantas broncas, tantas juergas, tantos beodos nocturnos, tantas obras, tanto escándalo. He de suponer que sean todos sordos, o que formen parte de la algarabía, o sean dueños de los bares de alrededor.
Cerraron la línea a principios de junio para mejorar el servicio, pero también, añado, porque parece una ley eso de que todo Madrid esté en obras: la red de metro, las calles, las carreteras, cada rincón, cada desvío. Por culpa del cierre, si necesitaba tirar de metro tenía que subir calle arriba hasta la entrada a la línea de Tirso de Molina. No es demasiado trayecto, pero le revienta a uno dar rodeos cuando tenía la boca de metro ahí mismo (ahora, por fin, restablecida). La ventaja de pasearse hasta el metro de la Plaza de Tirso de Molina, lugar, por cierto, pródigo en trapicheos y chiflados, es que uno se encuentra gente famosa: me he cruzado un par de veces, caminando hasta allí, con Pilar Castro, una de las actrices de “El otro lado de la cama”, y también con Aitor Merino, y con Joaquín Cortés, que no tenía nada que ver con la imagen que suele ofrecer (pelo larguísimo, trajes a medida, compañía femenina), sino todo lo contrario: tejanos, camiseta, melena cortada por encima de los hombros, andando solitario y con el móvil en la oreja. También me he encontrado con uno o dos zamoranos que viven por allí, a medio camino entre Lavapiés y Tirso. Unos metros más arriba de esta última plaza no es difícil tropezar con gente del espectáculo: Sergi Mateu, Juan Diego Botto, Adriá Collado... En toda esa zona viven personas relacionadas con el arte: Ian Gibson, Belén Reyes, o mis vecinos Ismael Serrano y Miguel Alvadalejo, entre otros que olvido o no conozco. Confieso mi debilidad por la caza visual del famoso.
Para la reapertura de esta línea de metro se ha contado con la comparecencia de Alberto Ruiz-Gallardón y Esperanza Aguirre, quienes han recorrido algunas de las estaciones entre Moncloa y Legazpi, entre ellas la de Lavapiés. Por la mañana me he asomado a la ventana, por si veía algún despliegue policial. Pero nada. Salvo alguna moto, de cuando los policías pasan a pedir carnets y controlar un poco la plaza. No obstante, Gallardón y Aguirre no pegan mucho en Lavapiés, tan conservadores ellos, junto a la oleada de inmigrantes, vagabundos, ecologistas y melenudos que por allí se cuece. O, rectifico, Gallardón puede pegar, no es la primera vez que veo cruzando el barrio a hombres de su talla, con traje y gomina y gafas de montura fina, pero quien no pega ni con cola es Aguirre, tan peripuesta ella. No, no la veo tomando un té con los moros. Lo primero en lo que habrán pensado los vecinos de Lavapiés es en la necesidad de esconder los árboles del barrio, por si les diera a ambos por ordenar talarlos. A propósito: han instalado bibliometros en algunas estaciones, o sea, libros que se prestan a los viajeros. De momento, no he topado con ninguno.