No deja de sorprenderme cómo han cambiado las cosas. Dicen que ahora en los colegios todos los muchachos llevan móvil. Hay profesores hartos de que sus alumnos utilicen el teléfono y se manden mensajes en clase. Al parecer, la campaña de regreso al colegio los anima a que compren ordenadores portátiles. Hoy, en las facultades donde enseñan periodismo, los alumnos hacen sus redacciones en ordenador. Si esto a mí me asombra, que no hace tantos años que dejé los estudios, imaginen cuánto sorprenderá a alguien de la tercera edad.
Puede ser cierto que en los últimos tiempos se sigue dando bofetadas a los hijos, como revelaba un estudio que aquí comenté; pero no es menos cierto que se les dan más caprichos. A mí en el colegio y en el instituto incluso los alumnos de curso superior solían prestarme casi todos los libros de texto, e incluso algunas de las novelas y obras de teatro que nos mandaban leer. Era habitual que mis libros de estudio desplegaran un mapa sucio de nombres inscritos con Bic de tinta negra y azul, de garabatos y tachaduras, de anotaciones a lapicero. Así me convertía, a veces, en receptor de los libros usados de amigos o familiares que iban un curso por delante. Creo que luego esos mismos libros de segunda mano pasaban a mis hermanos, y se convertían en libros de tercera y cuarta mano. Pero los textos cambian cada poco, y a menudo ni esos manuales de geografía o historia servían. En la universidad nadie llevaba teléfono móvil, y eso era de agradecer; no me imagino hoy en un aula con el mismo número de móviles que de alumnos, escondidos en los bolsillos y con el silenciador puesto. Entonces, para efectuar alguna llamada telefónica de urgencia entre clase y clase, me tocaba subir a la cabina del bar de la facultad o salir a la calle hasta encontrar una, o meterme en la cafetería más próxima. Los ordenadores que usábamos en las clases donde nos enseñaban a navegar por internet eran escasos, y la navegación por los mares de la red era lenta como un sueño profundo y pesado. Acababa con la paciencia de cualquiera. Para acudir a algunas clases semanales de redacción debíamos cambiar los apuntes o los libros por la máquina de escribir. ¡Cuánto hubiéramos agradecido un ordenador portátil, pequeño, eficaz, limpio y sin ruidos! En cambio, acarreábamos hasta la universidad los maletones que contenían nuestras máquinas de escribir. Dado que yo era uno de esos alumnos que utilizaban bastante material prestado, mientras los libros de texto de los demás contenían ese brillo y ese aroma de lo nuevo, también me prestaron la máquina de escribir. Una máquina alemana, pequeña y antigua. De ella les habré hablado aquí con algo de nostalgia en varias ocasiones: fue con sus teclas gastadas y sus mecanismos achacosos y su tonalidad desteñida por los años con los que escribí los primeros artículos para clase y mi primer libro.
Un tiempo después de terminar los estudios algunos conocidos me contaban que en sus pisos de alquiler en Salamanca solían disponer de ordenador para hacer los trabajos (hoy me resulta raro que alguien acepte trabajos escritos a mano o a máquina), y hasta de conexión a internet. Entonces me hubiera parecido impensable: a mí, que sobrevivía con cuatro duros a la semana y una máquina de escribir achacosa y prestada. Y no hace tanto que concluí mi paso por la universidad. Al menos no tanto para considerarme un abuelo cebolleta. Años atrás las herramientas del alumno eran el Bic, el lapiz y el sacapuntas, y el cuaderno a rayas. Hoy parece que son el teléfono móvil y el ordenador portátil. Lo pienso y no me acostumbro a la idea.