El edificio que tengo frente a la ventana tras la que escribo es una metáfora de este país, una Torre de Babel moderna. Es un edificio del que, si uno se inventara a sus inquilinos, alguien pensaría que estamos despeñándonos por los precipicios del tópico. Hacer recuento de sus habitantes, de quienes viven en sus cuatro pisos, parece un chiste multirracial y multicultural. Si su dibujante hubiera inventado el inmueble de la 13 Rúe del Percebe hoy día, el modelo en la realidad bien pudiera ser este edificio. No exagero. Parece un chiste o una broma, pero es una realidad. En el primer piso hay árabes. En el segundo, hindúes. En el tercero, sudamericanos. En el cuarto, españoles. La familia de árabes tiene un negocio, regenta una tetería que está justo debajo, donde se fuma tabaco de frutas en pipa y se toma té. Los hindúes son chicos jóvenes, hacinados y algo aburridos y es posible que sin trabajo, o al menos sólo trabajan un par de ellos o tal vez se turnan. Los sudamericanos son familia numerosa, y a veces asoman a la ventana los críos, muy pequeños y casi siempre medio desnudos, como cuando el televisor muestra aldeas remotas de aquellas latitudes. Los españoles son adultos de la tercera edad, pero no sé si todos porque apenas se asoman a sus balcones; parece una familia de la vieja guardia, hecha a las costumbres antiguas, y supongo que el barrio les asustará un poco dado su cambio en los últimos años.
Pero el edificio contiene un fallo para ser una Torre de Babel completa: debería incluir dos pisos más para los asiáticos y para los negros (o africanos, como prefieran). Aquí un racista lo tendría difícil, aunque callara. El barrio también es otra metáfora del país: bares ibéricos y castizos, de vinos y de tapas, a la antigua usanza, de esos donde el camarero aún pega la hebra con cada parroquiano y en las paredes se ven los letreros del menú escritos a mano, los precios debajo, y donde hay carteles o fotos de futbolistas, de toreros, de viejas glorias, pero también bares españoles de estilo contemporáneo y música actual; bazares chinos en los que uno puede comprar desde comestibles hasta artículos para el baño o cuanto se le ocurra, y donde los propios hijos de los negociantes son quienes vigilan la mercaduría porque no tienen cámaras; restaurantes indios que huelen a pollo y a curry y que gobiernan muchos hombres y mujeres jóvenes; garitos moros o turcos para tomar té y comer kebab y a los que precede un olor a tabaco de manzana, cordero con salsas y freidurías; y tiendas de ultramarinos y comercios de africultores a cargo de los negros. Luego, por supuesto, están los vendedores callejeros, no los que desenvuelven en un mostrador endeble bocadillos de madrugada y collares y ajorcas, sino los que venden hachís y chocolate y te lo ofrecen mediante un susurro; suelen ser marroquíes. Los sábados por la mañana, además, brotan los puestos de fruta de los gitanos, y alguno de flores y de ropa interior.
No lo juzgo ni lo critico ni lo aplaudo, sólo apunto que el país es así, salvo si nos vamos a ciudades donde esta variedad aún no impera, ciudades de población envejecida o futuro gris y nebuloso. Pero sí apunto que lo complicado es lograr el equilibrio, la convivencia entre las culturas. En el país tenemos a los racistas de la ultraderecha, pero además contamos con un porcentaje de los propios inmigrantes que también es racista a su manera. Quien no quiera ver ambas opciones está ciego. O no sabe de qué va la vaina. De momento, y por suerte, en el barrio no hay disputa entre razas. Cada raza ya se pega bastante con los suyos, sean españoles, árabes o africanos.