El otro día se reunieron Zapatero y Rajoy. Al parecer, no alcanzaron acuerdos. Es como juntar en una misma habitación a un ciego y a un sordomudo, igual que ocurre en “Un cadáver a los postres” con el mayordomo y la cocinera: el entendimiento es imposible. No obstante, aunque no se alcancen acuerdos, uno y otro saben de qué pie cojea el contrario. Por eso no comprendemos que Rajoy, con su verbo nada fácil, arrojara una frase a los reporteros como quien arroja carnaza a los tiburones. Dijo que no sabía muy bien por qué se le había convocado y que no había entendido nada. Aquí intentó hacer el humor de Aznar, y le salió como el humor de su predecesor: mal. O sea, bien. Quiere decirse que los chistes de Aznar eran muy malos y los de Rajoy son todavía peores, con lo cual la imitación es más o menos correcta.
Lo que le ocurre a Rajoy en el momento actual es lo que le sucede a la lechuga de una ensalada. Al principio, puesta en la ensaladera, aporta frescura y sensación vigorizante. Se aliña. Mejora el sabor. Cuando pasa un cuarto de hora, o así, la lechuga se estropea, se ablanda, flojea. Es una lechuga trasnochada, solemos decir. A Rajoy le ocurre lo mismo que a esa lechuga de la ensalada. No empezó mal. Era un buen adversario de ring, con gancho firme pero sin perder las formas, sin abandonar la educación. El tiempo ha pasado y quizá sus comparsas pensaron que su actitud era peligrosa para el partido. Le habrán exigido que dé más caña. El caso es que, de un tiempo a esta parte, surgió otro Rajoy, rancio como la lechuga vieja y maestro en soltar disparates por esa boquita de piñón. En cada una de sus apariciones hace las delicias de los coleccionistas de chorradas. Cuando lo veo en televisión me asalta la vergüenza ajena y la risa, dependiendo de lo que diga. En aquellos tiempos en los que Aznar lo designó su sucesor, un amigo mío me advirtió que era un gran político. Lo fue, debemos añadir.
Hay políticos que nunca deberían abrir la boca. Rajoy es uno de ellos en esta nueva temporada en la que se mueve con estilo agresivo. Pero también recuerdo otro político, esta vez mujer y esta vez socialista, muy poco diestro en la palabra. Me refiero a la ministra de Cultura. Meses atrás me invitaron a la cena de una entrega de premios literarios, organizada por la Asociación Colegial de Escritores de España, y aquí lo conté. Al final de la velada, la ministra Carmen Calvo subió al estrado para endiñarnos un discurso sobre la cultura. No lo comenté en su momento, en aquella columna, porque yo hablaba de literatura y sus pormenores. El discurso fue otra cosa, y lamentablemente me viene a la mente cuando esta mujer comparece en los medios: un discurso propio de Martes y Trece cuando hacían aquellas supremas parodias. Un discurso en el que iban colándose frases de este pelo: “La literatura es mu bonita”, “Yo creo que leer está mu bien”, “Estos premios son necesarios”. Menudo bochorno, imagínense. Toda aquella gente trabajando a destajo con la lengua para mejorar la literatura y el idioma, y una ministra sube a la tarima y se expresa como en las parodias de la tele. Se hubiera necesitado más rigor, más seriedad, menos frases dignas de Barrio Sésamo. Peso así sucedió. Sabemos que la tarea del político no es fácil. Que debe mantener una imagen, no meter la pata cuando abre la boca, pisar terreno firme para no descalabrarse, caminar siempre en la cuerda floja, etcétera. Lo que es intolerable es que algunos, como los mencionados, no digan nada (al menos nada valioso, nada digno de ser reseñado), salvo vaguedades, y los medios lo recojan como si fuese maná.