Sale en televisión el anestesista de Valencia acusado de contagiar el virus de la hepatitis a sus pacientes y dice ser capaz de aguantar ciento cuarenta y cuatro horas seguidas trabajando sin ningún estimulante, con o sin café. “Y cuando quiera se lo demuestro”, añade, entre soberbio e insolente. Una mirada a los ojos y al rostro del propio anestesista nos revela que este hombre no está en sus cabales. No lo puede estar un tipo con esa cara, como arruinado por los opiáceos y por el sueño. Alguien que afirma resistir despierto seis días con sus noches sólo puede ser un superhombre o un cretino. O un cretino al que se le ha pasado el cerebro de rosca, que es lo que ocurre cuando una persona no pega ni una cabezada. Sospecho que los soldados que regresan de las guerras no sólo han sido afectados por tener la muerte cara a cara y observar los ríos de sangre y ver cómo fallecen sus compañeros y escuchar el ruido de las explosiones, sino también por la falta de sueño, por tantas horas en pie, de vigilia, disparando sus balas u ocultándose del fuego enemigo.
Sólo me he permitido una vez aguantar sin dormir algo más de cuarenta horas. No sé si lo he contado ya en este rincón: fue un Jueves Santo de hace años. Entonces, claro, uno era más joven y estaba en plena forma. Si lo intentara ahora caería redondo al suelo mucho antes de alcanzar esas cuarenta horas en vela. Recuerdo que al filo de las treinta horas sin echar una cabezada tuve una especie de visiones, como si encontrara fantasmas en mi camino, imágenes extrañas de insectos que se me cruzaban por delante. Un ejemplo: en una cafetería tomaba una revista de la barra, intentaba pasar las páginas y había un baile raro, una danza de letras y de moscas que sólo anidaban en mi cabeza. Ocurre también cuando uno va de viaje en autobús y hace tiempo que no duerme y trata de leer un libro. Nos vence el sueño y antes de pegar los párpados nos parece que sobre las páginas hay formas negras y apresuradas, como cucarachas, hormigas o moscas. En algunas películas sobre cárceles o dictaduras torturan a los presos impidiéndoles que concilien el sueño. Al final dicen que uno se vuelve loco.
Piensen en eso: unas cuarenta horas de insomnio hacen que veas visiones y fantasmas, que tus pensamientos no cuadren, que a veces te preguntes quién eres o cómo te llamas, que tus reflejos se hayan descoordinado. Y aplíquenlo a un médico que afirma resistir seis días trabajando. Con o sin café, añade. No dudamos de su capacidad, puesto que dijo que podía demostrarlo. Dudamos de que la cabeza le funcione al tercer día. Además, por si fuera poco, poniendo inyecciones, que, creo yo, es algo para lo que se requiere pulso, eficacia, una mente despejada y un cuerpo bien descansado. ¿Cuántas diferencias hay entre un hombre drogado o un hombre alcoholizado y un tipo que aguanta seis días trabajando sólo con auxilio del café? Me temo que no demasiadas. Al anestesista se le acusa de contagiar a los pacientes el virus de la hepatitis tras pincharse él con las agujas, queriendo o sin querer. Muchos de los pacientes de esos hospitales valencianos entraron para curarse y salieron enfermos. Entraron mal y salieron peor, en el colmo de la mala suerte y de la mala gestión. Casos como éste, quizá aislados y acaso poco frecuentes, son los que confieren a la sanidad ese temor actual de la gente, esa prevención. Hemos alcanzado un punto en que incluso desconfiamos de los hospitales. El hombre nunca estuvo preparado para los casos en que, para sanarse, entró en una clínica y salió con más enfermedades encima de las que padecía. Debe exigirse un control más férreo en la sanidad.