sábado, marzo 17, 2007

Correos y blogs

Quince días sin apenas internet (sólo navegando, insisto, una media hora al día) te dejan al margen del mundo. De vuelta a casa, me apresuro a responder los e-mails atrasados que he recibido y a leer todos los blogs y revistas que tengo enlazados en el menú de la derecha, de los que apenas he podido atisbar algo desde mi partida. Quizá tarde dos o tres días, pero me pongo a ello ya.

Obernai en fotos







viernes, marzo 16, 2007

Hotel Honolulu, de Paul Theroux


Un escritor en crisis, incapaz de redactar una línea, se marcha a Hawai y consigue un trabajo como director del Hotel Honolulu. Sin intuirlo, porque hasta el viaje más tortuoso es el camino al hogar, se verá desbordado durante años por las múltiples historias de los excéntricos personajes que se alojan en sus habitaciones o, simplemente, acuden al bar a tomarse un combinado: y de ahí, al final, sacará su material narrativo, como de una mina nutrida de joyas humanas.
Paul Theroux, de quien aprovecho para recomendar La Costa de los Mosquitos (muy bien adaptada por Peter Weir), reúne aquí esas interesantes historias, utilizando como hilo conductor su cargo al frente del hotel y el propio edificio como escenario de las mismas. El libro enlaza sin cesar las anécdotas y las miserias de los inquilinos, de tal manera que incluso podría leerse como un volumen de relatos. Con un fino equilibrio entre lo sórdido y lo cotidiano, lo trágico y lo cómico, desfilan por sus páginas millonarios, biógrafos, prostitutas, chicas que se suicidan juntas, casados que se reúnen con sus amantes, reporteros, viudas excéntricas, familias incestuosas, asesinos, famosos… Un ejemplo: la historia de un carpintero que se aloja durante años en una habitación, sin salir nunca ni permitir que nadie entre; siempre hace ruidos extraños, de serrucho y martillo, hasta que un día deja de hacerlos; cuando el director abre la puerta, lo encuentra muerto y metido dentro del ataúd que durante años había construido.

Visita a Obernai

Desde que salí de España en viaje de quince días que ya terminan, me he subido a diversos transportes: metro, autobús, avión, taxi, tren y barco. Me han faltado el tranvía, que no es muy diferente del tren, y la moto o la bici. De todos ellos, hay uno que contiene casi todas las ventajas y el único inconveniente de su mínima velocidad. El tren. No es incómodo como el metro y el bus, no sale de la tierra para volar por los aires ni flotar en el agua como el avión y el barco, respectivamente, ni cuesta un pastón como el taxi ni soporta el peligro del tráfico de las carreteras. Es literario, tradicional y barato, y uno observa con calma los paisajes que ve por sus amplias ventanas. En los trenes de por aquí hay espacio entre cada vagón para que los pasajeros coloquen allí sus bicicletas. Las cuelgan de las ruedas mediante soportes verticales. Hay un gran respeto por el ciclista, y eso se agradece aunque uno no sea ciclista ni use ya la bicicleta, que es casi como una novia en el tiempo agridulce de la infancia.
El domingo pasado fuimos en tren hasta Obernai, un pueblecito que está a casi diez minutos de Molsheim, si uno utiliza este medio de transporte. Obernai es uno de los pocos lugares de esta región cuyo nombre no incluye -heim: Wolxheim, Ergersheim, Duttlenheim, Avolsheim, Dorlisheim… Nos aconsejaron visitarlo porque también está en la Ruta de los Vinos de Alsacia y por la cantidad de casas antiguas y bien conservadas que embellecen sus calles. Pero, aparte de su colorido y su exquisitez estética, Obernai nos reservaba otra sorpresa: estaba lleno de gente, con turistas y viajeros por el centro, con las aceras atestadas de compradores y los comercios abiertos, a pesar de ser domingo. Había animación por doquier. Obernai es un pueblo vivo, despierto, animado (más que Molsheim), que vive del comercio y del turismo. Vimos numerosos restaurantes, pastelerías, tiendas de souvenirs y locales donde vendían botellas de vino y viandas alsacianas. Hay tantas pastelerías allí que, cuando uno pasa por delante y huele el aroma dulce y mira los escaparates poblados de tartas y pasteles y figuritas de chocolate, casi se le saltan las lágrimas. Por esta zona, al chocolate se lo venera como si fuese el santo patrón de una religión milenaria. Incluso hay un Museo del Chocolate en Geilspolsheim. En la plaza topamos con concentraciones de moteros: mucho ruido, mucho cuero, mucha rueda. En las terrazas se sentaban los turistas a comer helado y pastel y a beber café. Vimos un par de coches antiguos, que hacían volver todas las cabezas.
Junto a una iglesia, cerca de la plaza principal del pueblo, encontramos un pequeño, modesto cementerio. Se me hizo raro ver lápidas a tan sólo unos metros de donde vendían tartas y cucuruchos de helado. Delante del camposanto habían erigido un sencillo monumento de homenaje a los caídos en las guerras, en la de Indochina, en la Primera y en la Segunda Guerra Mundial, etcétera. Era sencillo, digo: un monolito de piedra con una placa conmemorativa y, detrás, en el muro que bordeaba uno de los laterales del cementerio, un frontón de mármol con los nombres de quienes habían muerto en cada contienda. Lo coronaba la inscripción: “Obernai a ses enfants morts pour la patrie”. De fondo, se recortaba una gran cruz blanca, encima de un monte al que peregrinaban los turistas y los fieles, y en cuya ladera había un dibujo de una santa y su nombre: “Sainte Odile”. El azar quiso que esa noche leyera esta frase de Paul Theroux en una novela: “En cuanto a mí mismo, me hallaba en un lugar en el que nunca antes había estado, sobre el que nada había leído, del que nada sabía”.

miércoles, marzo 14, 2007

Preestreno: La estancia vacía


Este viernes tendrá lugar el preestreno de La estancia vacía, documental codirigido por Miguel Barrero, amiguete y lector de este blog, como nosotros lo somos del suyo. Os remito a su bitácora para quien quiera estar al tanto de toda la información al respecto. Enhorabuena, Miguel: espero que todo salga bien. Su blog: Il Gattopardo.

Sabor nocturno

Intentamos trasnochar el segundo fin de semana en Estrasburgo. La idea era la siguiente: dado que el último tren salía hacia el pueblo sobre las ocho de la tarde, y el último autobús lo hacía a las diez de la noche, nuestra intención fue tantear el panorama el viernes. Queríamos volver a la una de la madrugada y, si el plan cuajaba bien y no era caro el viaje de regreso, nos quedaríamos el sábado hasta las tantas, pululando por pubs y bares. Pero no cuajó. Es decir: los taxis de la céntrica parada de la Plaza de Gutenberg, junto a Notre Dame, sí le llevaban a uno a Molsheim. Pero el viaje nos costó casi veinte euros por persona. Eso, sumado a los precios que por aquí se estilan, acaba pesando mucho. Así que el sábado nos conformamos con pasarlo en la ciudad hasta las diez de la noche, hora del último bus. Es un poco triste retirarse tan pronto al hotel en sábado (a las diez y media estaríamos ya pidiendo las llaves de las habitaciones), pero la marcha del pueblo no era como para tirar cohetes. Existe una particularidad que, ciertamente, le incomoda a uno: en los baretos de los pueblos, los parroquianos se conocen tanto entre ellos que a uno le da la impresión de sobrar, de ser un intruso que se ha metido en una fiesta a la que no le han invitado.
En los bares a los que fuimos en la ciudad, la juerga comienza pronto, más pronto que en España, pero no tan temprano como en Inglaterra. Observé que la gente apenas bebía copas. Casi todo eran pintas de cerveza y cócteles. No olvido que esta región es medio alemana, y quizá por ello la tradición es fundamentalmente cervecera. La cerveza que he probado es deliciosa. Da igual la marca que uno pida, nunca se decepciona. He tomado birra de marcas francesas y de alemanas. Incluso la caña de cerveza más simple y barata, esa que uno bebería en España para jugar al quinito, sabe bien y no es cerveza de combate. En todos los casos, pida uno lo que pida, la cartera acaba molida. Los vinos alsacianos se reservan para la cena y el aperitivo. Nos dijeron que el vino de peor calidad de la zona era el tinto. Por el contrario, el vino blanco y el rosado son excelentes. El más deleitable que probé es el pinot gris. Me gustó más que el pinot blanco. En las cenas y las comidas me conformo con pedir un vasito, ya que el chato cuesta casi tres euros, como mínimo. Señalo todo esto porque, hasta ahora, no he visto a la gente tajarse con vino en las tabernas.
En un par de garitos pedimos una copa. No sirven el cubata que suele beberse en España. La copa que ponen aquí es un pelín ridícula. El vaso de tubo es estrecho y más bajito de lo habitual. Es como una copa para enanos y la cargan poco. El mejor trago nos lo puso un irlandés grandote, en una taberna irlandesa en la que había bullicioso ambiente joven y se oían algunas voces en español: un gintonic que, en vez de un trozo de limón, llevaba una rodaja de lima. Mejoraba el sabor, a fe. Luego tomé un whisky en otro bar y, desde luego, el combinado no era precisamente para enmarcarlo. Ignoro a qué hora cierran los garitos, ya que no pudimos comprobarlo al rechazar arruinarnos con los taxis de vuelta. Pero, según el horario de algunos locales, cerraban a las cuatro de la mañana. Y había discotecas que cerraban a las tantas. La juerga está garantizada, aunque no es tan salvaje como en nuestro país. En todos los garitos en los que entré me gustó la música, los mismos temas que escucho en un canal del televisor del hotel: The Rolling Stones, U2, The Doors, Muse, Keane, Deep Purple. Se agradece tomar una cerveza sin que te abrasen con temas latinos. En la puerta había bicicletas aparcadas, y en algunos locales pasaba por delante el tranvía nocturno.

Los tres libros de Fante











Pongo aquí las portadas de los tres libros de John Fante que recopilaban sus novelas en francés. Se aprecia que tres de ellas permanecen inéditas en España. Esperemos que las traduzcan un año de estos.

Se acercan los 300


De El País:
Las tres centenas de soldados espartanos que resisten como jabatos en el paso de las Termópilas ante el avance de las huestes persas, en 300, de Zack Snyder, han arrasado la taquilla estadounidense, con una recaudación de 70 millones de dólares (53 millones de euros) en el fin de semana del estreno, y han conseguido revitalizar de golpe la atracción por el género del peplum.
La cinta, que adapta el cómic homónimo del dibujante y guionista estadounidense Frank Miller, ha ingresado más que el resto de las diez películas más taquilleras juntas. (Noticia completa: aquí).
Y, además:
El peplum americano 300, que recrea la célebre batalla de las Termópilas, entre griegos y persas, ha concitado las iras de la prensa iraní porque considera que retrata a estos últimos (Irán se extiende hoy en el territorio de la antigua Persia) como "salvajes". Los medios iraníes sostienen que la cinta forma parte de una "guerra psicológica" ejercida por Estados Unidos.
"Hollywood le ha declarado la guerra a los iraníes", ha exclamado el diario reformista Ayandeh-No, como crítica al filme inspirado en el cómic homónimo de Frank Miller, que relata cómo los griegos, en inferioridad numérica, consiguieron detener al ejército persa de Jerjes. (Noticia completa: aquí. Y yo me pregunto: ¿por qué no protestaron por el cómic? ¿No leen novelas gráficas o sólo molestan las películas, que llegan a más gente?)

Nativos y forasteros

Por estas tierras francesas, pero con evidente influencia alemana, a menudo creen que somos italianos o ingleses o, supongo, estadounidenses. Un día entré solo en un local de kebab de Molsheim. Tras el mostrador, un atento árabe de modales pulcros y poblado mostacho. No he aprendido más que tres expresiones, “Bon jour”, “Merci” y “Bon soir”, así que dije al entrar: “Bon jour”. Miré el menú: no quería kebab, pero no supe descifrar los ingredientes de los otros platos. Al ver una foto de un bocadillo con lechuga y salchichas, lo señalé y lo nombré (“¿Merguez?”). “Merguez”, asintió él. Puse un dedo en alto: uno. El hombre dijo: “Yes” y encendió la plancha, pues a esas horas yo era el único cliente. Mientras preparaba el bocata, iba levantando cada ingrediente con las pinzas y mostrándomelo, para ver si quería de todo: “¿Onions? ¿Tomato?”. A pesar de decirle un par de veces “Merci”, el tipo en seguida vio que nos comprendíamos mejor por señas y por inglés. En cambio, el dependiente de un supermercado en el que compré cuatro cosas sólo sabía francés. La comunicación fue difícil. Dejé los productos, él sumó los precios en la caja registradora y leyó el importe. No entendí ni jota, así que extraje un billete de veinte euros para que me devolviera el cambio. Tras recoger calderilla y otro billete, noté que no me había dado una bolsa para guardar la compra. Vi varias colgando, a un lado, y cogí una. Empezó, nervioso, a advertirme algo. Sin saber por dónde salir, solté mi inglés de segunda mano: “I don’t understand”. Entonces frotó el índice con el pulgar, en el gesto universal que significa: “Que esto cuesta talegos, majete”. Ahí me salió el castellano: “Ah, vale, vale. ¿Cuánto?”. Dijo dos veces el precio. No entendí, no conozco el idioma. Cogió un lápiz y lo escribió en un papel. Pagué la bolsa: treinta y cinco céntimos. En los trenes soy yo quien le da nuestros billetes al revisor. Casualmente, siempre me hablan. Mi reacción consiste en encogerme de hombros y señalar a las personas con las que voy, para que le hablen a ellas.
Todas estas cuestiones logran que aún me parezcan mucho mejores películas como “Babel” y “Frenético”, en las que la gran barrera entre los hombres es la variedad idiomática. En algunos establecimientos, cuando soltamos nuestra jerga anglo-franco-hispana, nos preguntan de dónde somos. “Ah, espagnoles”. Un árabe sonrió y se puso a hablar de los resultados del partido de fútbol de la víspera, Madrid-Barça. A un policía al que le preguntamos en inglés por el servicio nocturno de taxis, nos respondió que no sabía inglés, pero sí español. “Yo hablo un poco español”. Una noche, un muchacho al que habían vestido de troglodita en su despedida de soltero, se puso al lado a cantarnos alguna canción famosa, mientras sus amigos coreaban la prueba con carcajadas. Dije: “Lo siento, no te entiendo”. “¿Italiens?”. “No, somos de España”. Lo pensó un segundo y dijo: “Buon giorno, bona sera”. Negué: “Eso es Italia”. Cantó estribillos en italiano hasta que acertó con “Bamboleo, Bamboleo”. Y dije: “Eso es, por ahí vas bien”.
Uno se topa, además de con personas que tratan de soltar palabros en castellano, con gente de su país. En la cola de un supermercado, juraría que un señor me dijo: “Pase, pase usted primero”. Me pareció tan normal que respondí: “Gracias”, y ahí acabó todo. Vimos una excursión de colegiales españoles. Y, en una cena, se nos acercó un matrimonio: “Buenas noches. Los hemos oído hablar”. La mujer nos contó que eran de Barcelona, que su hija estudiaba en la Universidad de Estrasburgo y habían venido a traerle el resto de su equipaje, que ella no había podido llevar en el avión. Fue grato encontrarse con forasteros que hablaban nuestra lengua.

lunes, marzo 12, 2007

Anagrama: Novedades de Marzo y Abril


Para estos dos meses Anagrama anuncia en su web un repertorio de novedades, a priori, exquisitas: libros de A. M. Homes, Sergi Pàmies, Miriam Toews, Baricco o este de Nick Flynn, cuyo argumento me ha llamado la atención y que copio aquí (creo que es un libro autobiográfico, o eso he visto en Amazon):
Nick Flynn conoció a su padre cuando ya tenía veintisiete años y trabajaba en un albergue para indigentes en Boston. Jonathan Flynn, un aspirante a escritor, se había marchado de casa cuando su hijo tenía seis meses. Nick ya era un adolescente cuando recibió algunas cartas desde la cárcel, donde su padre decía que la experiencia le serviría para ser el Dostoievski de su generación. Nick comienza su propio viaje por la literatura, el alcohol y las drogas. Su madre se suicida. Nick conoce a Emily, se muda a Boston. Y es allí cuando se produce el encuentro. El padre acaba una noche en el albergue donde trabaja el hijo. Pero Nick no construirá una relación que nunca existió. No se lleva a su padre a su precaria casa, aunque sepa que duerme en las calles. Nick quiere saber quién es su padre pero a una prudente distancia. Está al borde del precipicio y, si se acerca, caerán juntos. Nick quiere salvarse y escribir sus propios libros.

Menús económicos

En los dos lugares en los que me muevo estos días, tanto en la ciudad como en el pueblo hay abundancia de restaurantes de comida rápida, pero el Doner Kebab se lleva el primer premio en cuanto a número de locales. La presencia argelina se percibe en estos locales donde sirven grasientos y apetitosos bocadillos de kebab. En una misma acera he topado con tres de estos comedores; y en torno al centro, en las callejuelas pródigas en bares y pubs, no es raro encontrarse uno o dos Doner Kebab por manzana. El kebab ha derrotado, definitivamente, a la pizza, a la hamburguesa y al sencillo sándwich de jamón y queso, que me cuesta horrores encontrar para huir del exceso de ofertas de fast food. Los dos primeros días estuvimos en un hotel de Estrasburgo. Enfrente había un local de estos, y una noche cenamos allí. En Madrid suelo comer el kebab doble. Así que, imaginando que el maxi kebab era su equivalente, eso fue lo que pedimos. Cuando la camarera me puso el mío delante creí que se trataba de una broma. De ese bocadillo podía comer una familia de cuatro personas. Sus dimensiones hubieran asombrado al mismo Obélix. El kebab tenía la talla y la envergadura de una tortilla de patatas de dos pisos. Para quien piense que exagero, aquí le doy una prueba de lo contrario: no pude acabar ese kebab. Quienes me han visto comer en los restaurantes ya sabrán, pues, que no exagero un ápice. Incluso le hice una foto.
Los kebabs no son caros. Su precio oscila entre los tres euros con cincuenta céntimos y los cinco euros, dependiendo de los tamaños y los ingredientes. O sea, como en España. Otro asunto es el de las cafeterías. En una de ellas, próxima a la catedral, pedí un té helado y me sirvieron un Nestea de melocotón, en vaso y con hielo, y me soplaron casi tres euros. Lo más socorrido, si uno quiere evitar la malsana dieta de la comida rápida, es buscarse un restaurante y elegir un menú económico, el menú del día. En una ocasión entramos en una posada, Au Sanglier, en una de las calles cercanas a Notre Dame. Sanglier significa “jabalí”, como atestigua el pequeño diccionario que cobijo en uno de los bolsos del abrigo y que de poco me sirve porque nunca entiendo a los franceses cuando me hablan. En Au Sanglier no había un alma, quizá porque eran las dos y todo el mundo había comido ya: ellos comen a las doce y media. El menú costaba unos catorce euros e incluía un suculento postre casero elaborado con manzanas. El comedor lo presidía la cabeza disecada de un jabalí y en las paredes colgaban cazos de cobre, bodegones viejos y otros ornatos que indicaban al comensal que aquello era una posada muy hogareña. Bastaba con ver a la matrona: una amable mujer de mediana edad y algo entrada en carnes, que nos atendió con la gracia, el desenfado y la buena educación que suele verse en las casas de comidas españolas a la vieja usanza. Ya saben, sólo les falta darte una palmada en la espalda y, con aire benévolo y maternal, proferir: “Cómetelo todo, hijo, que aún debes crecer”.
Otra manera de escapar del exceso de locales de fast food es meterse en “La Petite France”, donde conservan las casas tradicionales, como de fábula infantil, y donde se asoma uno a los canales y cruza los puentes, donde pueden admirarse las torres medievales y los Puentes Cubiertos. Leo, en una guía, que La Pequeña Francia no contiene evocaciones patrióticas: “Este barrio abrigaba un hospital donde cuidaban el mal francés o sífilis importada por las tropas del rey Francisco I”. De ahí el nombre. Por allí es posible que estén los mejores restaurantes. Fue hogar de los curtidores y hoy es el enclave de los viajeros, los fotógrafos y la gastronomía.

Citas. 35


Es fácil para otro escritor entender que uno no quiera hablar de la escritura, y otro escritor encontrará más natural que un escritor no esté escribiendo que que esté escribiendo.
Paul Theroux, Hotel Honolulu

Rutina diaria en Molsheim

Me levanto tarde de la cama, en torno a las nueve o nueve y media de la mañana. Las noches suelen ser apacibles en el entorno del hotel en el que estamos alojados: el silencio nocturno es tan denso que tardo en conciliar el sueño, acostumbrado a dormir en una ciudad ruidosa como Madrid. Una vez vi una película en la que el protagonista se llevaba a un pueblo una cinta grabada con los ruidos cosmopolitas y estrepitosos de la noche (cláxones, música de pub, motores de vehículos, discusiones) y la ponía al acostarse, para dormir el sueño inquieto al que se había habituado. Tras una ducha de agua caliente me asomo a la amplia ventana de la habitación: a esa hora, si el tiempo acompaña, disfruto unos segundos de la vista, que es un césped bordeado de árboles y en el que crecen las margaritas, por el que menudean las aves y se oye el reclamo de los patos del canal de agua que discurre al otro lado de la carretera. En seguida me siento a una mesa de madera, abro un cuaderno de páginas blancas, sin rayas, y escribo uno o dos artículos, a mano y con un Bic de punta suave, parecida a la de un Pilot. En la televisión de treinta y tres canales (franceses, suizos, alemanes, italianos y la TVE Internacional) escojo uno que deja la pantalla en negro mientras hilvana éxitos del pop y del rock. Temas de U2, Muse, R.E.M., Keane, Coldplay, Queen, The Beatles y The Rolling Stones. Sin ordenador, sin internet, sin mis discos, escribir a mano es una especie de prueba monacal y pura, un regreso a los orígenes, cuando empezaba a borronear con bolígrafos en cuadernos que olían a papel nuevo y limpio.
A media mañana es necesario irse para que las camareras limpien el cuarto. Paseo durante una hora por el pueblo, que es una versión francesa de Puebla de Sanabria en invierno. Es decir, un lugar atractivo y sereno, aunque con poco movimiento en estas fechas. Una hora me sobra para recorrer sus calles principales y demorarme viendo nadar a los patos. Mientras camino por el cinturón de este distrito y las calles que desembocan en La Place de L’Hôtel de Ville, con mi pelo largo y mis botas, mi abrigo con los cuellos levantados y una pequeña mochila colgando del hombro, me siento como John Rambo al principio de “Acorralado”. Los pocos habitantes con los que me cruzo me miran con disimulo, aunque se les nota hechos a la presencia de forasteros que observan el menú de los restaurantes y las fachadas de las iglesias. De vuelta al hotel me dedico a la lectura. En la habitación almuerzo sándwiches que he comprado en una tienda. Tras la comida, sigo leyendo. Aprovecho la luz natural hasta las seis.
A partir de entonces me prestan un ordenador portátil, en el que volcar los artículos escritos en el cuaderno, en esas páginas repletas de tachaduras y correcciones. La tarde se aparta de la rutina, pues existen dos opciones: recorrer el pueblo de nuevo, esta vez en busca de una cervecería y de un restaurante económico; o coger el tren a Estrasburgo y pasar allí unas horas. La estación dista cinco minutos del hotel, andando. El billete de ida y vuelta sale a cuatro euros y pico. El viaje dura diez minutos, si uno pilla el directo. Si no, el tren se detiene en todos los pueblos y el tiempo del trayecto se duplica. El último tren a Molsheim, de regreso, sale a las ocho. Pero el mismo billete es válido para volver en autobús: sale a las diez de la noche y tarda una media hora porque también se detiene en varios pueblos. Tras cenar, en el pueblo o en la ciudad, me conecto a internet en la habitación del hotel. No hay cibercafés en la villa y esta es la única opción: el precio de conectarse al wi-fi del hotel es tan escandaloso que sólo navego una media hora al día.

domingo, marzo 11, 2007

Et Pour quelques dollars de plus


Pues sí, al final fui a comprar esta también: La muerte tenía un precio. Lo mismo: jugosos extras, magnífica presentación, dos discos, menús en inglés, versión extendida... Un lujo. Ojalá lleguen algún día a España estas ediciones y todos puedan disfrutarlas. De Por un puñado de dólares sólo había una versión normalita y es la única un poco floja de la trilogía; así que esa no la compré.

El aliento de Hank


De El País:
Porque dice las cosas como son. Porque habla de perdedores. Porque eleva la sucia resaca a la categoría de arte. Por las portadas de Robert Crumb que acompañaban sus ediciones en castellano. Por títulos tan explícitos y provocadores como La máquina de follar. Catártico y revelador, Bukowski embrujó a muchos de sus primeros lectores en España. También a un buen número de jóvenes escritores y poetas.
"Ha triunfado por las razones equivocadas, por su leyenda de outsider. Me interesa su literatura; me dan igual sus borracheras. Toda su obra se puede poner junta. Da el testimonio literario de su vida en una misma nota. Es un magnífico escritor, original y personal, que convierte en fácil lo difícil", sentencia Ray Loriga.
La denuncia social fue el factor diferencial en el flechazo de David González con el autor de La senda del perdedor. Y lo sigue siendo. "Descubrí su obra cuando me encontraba en la cárcel cumpliendo una condena por atraco a mano armada a una sociedad cultural. Me interesó la temática marginal, en la que tenían cabida los desheredados, y me sigue interesando. La sociedad en que vivimos es un fiel retrato de lo que describe. Es un poeta social, comprometido con la gente humilde y trabajadora, con quienes subsisten gracias al cheque de desempleo. Además, ha conseguido recuperar el estatus de la lengua nuestra de todos los días".
¿Abrió Bukowski una ventana inexistente en la literatura española? "Aquí existe también cierta tradición realista al estilo de la tradición bukowskiana, empezando por Cervantes y la novela picaresca, por Quevedo, Pío Baroja o Arturo Barea", apunta David González. (Noticia completa: aquí)

sábado, marzo 10, 2007

El problema de las maletas

Es posible que, al terminar la lectura de este artículo, resuelvan una o dos incógnitas sobre el misterio que rodea a las maletas que se extravían en los aeropuertos. Sólo una o dos incógnitas, porque uno se huele que existe muchos otros motivos.
La tarde en la que esperábamos en la sala de embarque, después de sufrir los consiguientes controles de seguridad y la facturación de maletas, vi algo insólito. Desde donde estaba sentado, junto a los grandes ventanales de la T-4 del Aeropuerto de Barajas, se divisaban un par de aviones a punto de volar. Justo debajo de los ventanales, el personal técnico atravesaba de vez en cuando la carretera cuyos ramales conducían a las pistas. Entre ese personal técnico había conductores que transportaban las maletas, colocadas éstas en un remolque. Bajo mi ventana de observador la carretera se doblaba en una curva. Al segundo vehículo que vimos se le cayó, de la parte trasera, una maleta. Por fortuna, no era la mía. La mía la divisé en lo alto de la pila de equipajes del siguiente vehículo: fue fácil de identificar porque le habíamos atado un cordel de color verde. El conductor no se detuvo y la maleta quedó allí, en mitad de la curva y en medio de la carretera. Un pasajero alertó al personal de la puerta de embarque. Pero nadie la recogió hasta una media hora después. Durante ese tiempo, diverso personal de mantenimiento pasó al lado de la solitaria y abandonada maleta. Los conductores la esquivaban o la miraban perplejos durante un par de segundos y luego seguían adelante. Un tipo la recogió y la subió a otro remolque. Dudo que su dueño vuelva a verla.
Nuestro vuelo iba de Madrid a Bruselas, y de aquí a Estrasburgo. Al facturar, le preguntamos al encargado de chequear nuestro equipaje cómo se hacía la escala, si debíamos cambiar de avión y seguir el curso de las maletas. Nos dijo que, llegados a Bruselas, bastaba con salir de ese avión y dirigirse con el billete a la puerta de embarque del vuelo a Estrasburgo. Aseguró que no teníamos que preocuparnos del equipaje. Tras dos horas de vuelo a Bruselas, al desembarcar nos topamos con el habitual control (el segundo, a esas alturas), que supone una pérdida de tiempo cuando tienes que bajar de un avión y subir a otro: quitarse el cinturón y el abrigo y sacar la cartera, las llaves, el móvil y el dinero. Después de ese control, el tipo del embarque a Estrasburgo nos comunicó que el vuelo se había suspendido, y que en el mostrador de la compañía que nos vendió los billetes nos darían una solución. Allí, una mujer nos dijo que, en efecto, se había cancelado. Pero idearon una solución alternativa: en unos minutos saldría un vuelo a Basilea (en Suiza: tuve que mirarlo, porque no tenía ni idea de dónde estaba). Al bajar del avión nos meterían en un autobús nocturno que nos llevara, tras una hora de viaje, al destino original: el Aeropuerto de Estrasburgo. Y allí deberíamos coger un taxi por nuestra cuenta, que nos condujera a la ciudad, dado que a nuestra llegada (las doce de la noche) no había otros transportes disponibles. Pero volvamos al capítulo anterior: antes de embarcar rumbo a Basilea, nos sometieron a otro control. En la puerta de embarque, la encargada poco amable dijo que no podían garantizar que nuestras maletas fueran a bordo de este avión, por culpa de la cancelación y el cambio. Dijo que quizá llegaran otro día. Durante el vuelo, de una hora de duración, me imaginé perdiendo todo cuanto llevaba en la maleta: las mudas, algunas de mis camisetas favoritas, el neceser con su recado de afeitar y lo necesario para el aseo, el estuche de las lentillas y el frasco de solución salina. Por un milagro, cuando desembarcamos, en la cinta de recepción de equipajes estaban nuestras maletas.

Le Bon, la Brute et le Truand


No he podido evitarlo: vi esta edición de coleccionista de El bueno, el feo y el malo y la he comprado. Los menús están en inglés y contiene subtítulos en el mismo idioma. Está en zona 2. Ya que las ediciones de la trilogía de Sergio Leone que venden en España son una basura (sin subtítulos, sin extras, sin la versión original en inglés), me he pillado en la Fnac de Estrasburgo esta caja con dos discos y a buen precio. Creo que esta tarde iré a comprar La muerte tenía un precio, que también incluye versión extendida y varios extras. Llevo años intentando verlas en inglés y con más metraje y por fin voy a conseguirlo. Tengo esta película en vídeo, en dvd y bajada del emule en inglés (ésta última no la he visto: estaba esperando la ocasión de comprarla en dvd). Se entiende que para mí es una obra maestra.

El lado romántico de Estrasburgo

José Luis Guerín, director de “Innisfree” y “En construcción”, ha rodado aquí su última película, “En la ciudad de Sylvia”. En febrero aún se movían las grúas, los actores y las cámaras por el centro histórico. Ignoro si el rodaje continúa o si terminó ya; a pesar de mis búsquedas en periódicos, foros y blogs, no he resuelto la duda. De momento, tampoco he encontrado rastro de la presencia del equipo de rodaje en sus calles. Tropecé en internet con alguna página en la que reproducían varias escenas, que un telediario francés mostró a los espectadores. En ellas pude ver las cámaras moviéndose por una de las avenidas del centro por las que pasa el tranvía, y que he recorrido al menos un par de veces. Aunque el proyecto incluye a actores no profesionales, Guerín ha contado con Pilar López de Ayala, que interpreta a la protagonista. “En la ciudad de Sylvia” es, al parecer, una historia de amor. Un joven conoce a una chica en su época de estudiante y, años después, regresa a esta ciudad para reencontrarse con ella. Por ahí, en la red, circula también un artículo de Fernando Marías sobre el rodaje. Dado que estaba escrito en inglés para una publicación extranjera, apenas tuve tiempo de traducir algunas frases aisladas.
Assia Djebar ambientó aquí la que posiblemente sea su novela más famosa: “Las noches de Estrasburgo”. Djebar es una reconocida y premiada autora argelina, y este libro es otra historia de amor: la de un francés y una argelina en la ciudad de las bicicletas y los tranvías. No es fácil hallar la novela en las grandes librerías, a pesar de estar editada por Alfaguara y ser un libro más o menos reciente. El día previo a mi salida de España di con la novela en una librería de viejo. Pero, como no conocía la ciudad, he pospuesto su compra para mi regreso. Es posible que, entonces, me atraiga más la descripción de las calles y el rumbo vital de sus personajes.
No debo olvidar que, en esta urbe, el bueno de J. W. Goethe se enamoró de una muchacha mientras cursaba sus estudios. Aunque he buscado la estatua que le dedican al autor de “Werther” por la zona universitaria, no he conseguido localizarla. Cansado de dar vueltas, al final desistí de mi empeño. Sí pude hacerle un par de fotos al gran Gutenberg, mancillado estos días por los tiovivos y tenderetes de gofres y perritos calientes que han montado alrededor de su efigie, atufando su barba descolorida con los vapores de la fritanga. ¿Por qué atrae la ciudad estas historias de amor, reales o ficticias? En primer lugar, el aire pintoresco y hermoso de la parte histórica: ciudadanos que recorren sus arterias en bicicleta, tranvías que pasan de vez en cuando y pocos coches que molestan con sus humos y sus ruidos. En segundo lugar, esas callejuelas antiguas, donde se levantan casas que parecen salidas de un cuento infantil de Andersen. Sin olvidar los canales y sus puentes. El afluente del Rin que rodea el centro de la ciudad logra que el viajero y el turista se tropiecen, cada poco, con sus aguas, por cuya superficie merodean los patos y los cisnes. En algunas plazas se ven pintores callejeros y no faltan los mercadillos que colocan puestos de fruta y verdura y las viejas casas, perfectamente conservadas, de los curtidores, la mayoría convertidas en prósperos restaurantes y casas de alojamiento. Durante las noches, si uno deambula junto a los canales, puede disfrutar de un apacible paseo, con poca gente y ningún bullicio, salvo el rumor de la corriente del agua, en aquellos rincones por donde corre brava y crea remolinos de espuma y adereza el entorno con su estruendo.

jueves, marzo 08, 2007

La Fortaleza de la Soledad, de Jonathan Lethem

Había leído esa maravilla de Jonathan Lethem titulada Huérfanos de Brooklyn. Pensé que el autor no se superaría a sí mismo, pero lo ha hecho. La Fortaleza de la Soledad es una novela apasionante, la historia de América en las décadas de los 60, 70, 80 y 90 a través de los ambientes callejeros de Brooklyn y todos los mitos de la cultura popular.
Los dos protagonistas son Dylan y Mingus (aquí tenemos las primeras referencias musicales: los nombres inspirados en músicos célebres; y el título: ese refugio al que escapa Superman). Dylan es un chaval blanco en un barrio de negros. Uno de los pocos blancos. Por eso los negros, aspirantes a habitar las cárceles una década después, le roban el dinero y le humillan. Mingus es mulato y se convierte en el mejor amigo de Dylan, incluso en el ídolo de Dylan. Mingus es el paso intermedio: quizá debido al color de su piel se lleva bien con negros y con blancos. La primera parte, escrita en tercera persona, cuenta la niñez y la adolescencia de ambos; la segunda es un pequeño intermedio en el que cambiamos de narrador; que es, en la tercera, el propio Dylan, próximo a los cuarenta y contando la historia de él y de Mingus, qué fue de ellos y cómo cambiaron al crecer.
Pero, aparte de este cuento de amistad, la maestría de Lethem está en regalarnos páginas asombrosas en las que él y sus personajes se han empapado de la cultura pop y de todos los iconos de la vida moderna: el cine, las series de televisión, el rock, el soul, el rap, los graffitis y sus tags, el cómic, la marihuana, el sentimiento hippie, la cocaína, las bandas callejeras, la irrupción del punk, el crack, los tatuajes, las chicas, el instituto y la universidad, los delincuentes, los camellos y los yonquis, la vida en prisión. Por si esto fuera poco, y aunque su importancia es mínima en el libro, Dylan encuentra un anillo que confiere poderes sobrenaturales a su portador. Un consejo: no dejen escapar este libro.

Ambiente cultural (y 2)

He topado en la ciudad con tres multicines. Si uno se fija en la cartelera, la proporción de estrenos franceses es mayoritaria y supera a los títulos de la cinematografía de otros países. El estreno más sonado de la temporada es “La Môme”, biopic de Edith Piaf, a quien interpreta la bella Marion Cotillard, a la que hace poco pudimos ver junto a Russell Crowe en “Un buen año”. Observando las carteleras, tropiezo con dos sorpresas, dos huellas de mi país: el anuncio del próximo estreno de “AzulOscuroCasiNegro” y la proyección, un sábado por la noche, del “Cría cuervos” de Carlos Saura. La misma filmoteca que proyecta la película de Saura anuncia un ciclo con las tres obras sobre el dolor de Alejando González Iñárritu, a saber, “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel”. La huella de Pedro Almodóvar se palpa en la sección de dvd de Fnac y otras tiendas que venden películas: el estreno en dvd de “Volver”, los packs especiales que contienen varios títulos del director e incluso la edición española de su libro “Patty Diphusa”.
No soy muy dado a visitar las catedrales ni las iglesias. Sin embargo, entramos a echar un vistazo a la Cathédrale de Notre Dame, maravilla que elogiaron hombres del calibre de Goethe y Victor Hugo. Notre Dame tiene una única torre, de unos ciento cuarenta y dos metros de altura y la flecha que la corona es visible desde cualquier punto de la ciudad. El interior de la catedral estaba atestado de turistas con las cámaras al hombro. Afuera, en la puerta, una vieja mendiga, ataviada de negro, me recordó que en todas las ciudades hay pobres junto a la entrada de las iglesias y vagabundos pernoctando en los parques.
Aprovechamos el domingo para meternos en un par de museos, ya que la entrada era gratuita. El Museo de Arte Moderno y Contemporáneo contiene obras de Rodín, Braque, Gauguin, Picasso, Monet y Hans Arp, y se ubica en un inmenso edificio de piedra y cristal a las orillas del Ill, afluente del Rin que atraviesa Estrasburgo y la dota de amplios y majestuosos canales y pequeños puentes, aunque el color de las aguas de su cauce varía entre el gris y el marrón. Detrás de la catedral hay un museo, L’Oeuvre de Notre Dame, que alberga los fondos para la construcción de la misma: pinturas, vidrieras, columnas, arcones, pilares, retablos, esculturas, tapices, medallones, vasijas, cubertería labrada, etcétera. Es un lugar silencioso y enigmático, ramificado en galerías, pasillos y escaleras cuyos suelos crujen cuando uno camina por ellos. Toda esta visita me produjo una especie de malestar, de mal rollo, por las continuas referencias a la Muerte: calaveras en los bodegones y en los retablos y en los ornatos, esqueletos en los cuadros, hombres torturados a punto de morir, pinturas sobre martirios, imitación de sepulcros hechos de madera, rostros grotescos o enfermos. En una de las salas había extraños bustos, como el del hombre con parálisis facial. Algunos dibujos, bustos y esculturas parecían mirarle a uno desde la amargura de su inmovilidad, y salimos de allí con la espina dorsal recorrida por los escalofríos. El cuadro más horrendo mostraba a un hombre y una mujer, ambos ancianos. El varón cubría parte de su desnudez con una túnica y se le afilaban las costillas en el pecho. La mujer, en cambio, tenía un sapo agarrado a su sexo y las tetas le colgaban como pellejos de vino vacíos. La piel de los dos se veía atravesada por serpientes, gusanos, moscas y otros insectos. Los bichos abrían agujeros por un lado de cada cuerpo y salían por otro. Ese museo fue como adentrarse en el pasado negro y torturado de la ciudad.

Un día con...


Así se titula la sección de ponencias de destacados reporteros y cronistas que puede descargarse de la web del Congreso de Nacional de Periodismo de Huesca. Cada año invitan a un periodista a dar una conferencia y el resultado es espléndido: libros de sesenta o setenta páginas gratuitas. Hace tiempo leí Un día con Jon Lee Anderson (en la foto), y estos días leo Un día con Juan Pablo Meneses. Me faltan aún las intervenciones de Julio Villanueva Chang y Andy Young. La sección está en la página principal, en el menú de la izquierda. Son lecturas muy recomendables. Aquí.

miércoles, marzo 07, 2007

Ambiente cultural (1)

Una vez pintado el entorno ambiental del centro de Estrasburgo, que es, al fin y al cabo, la zona neurálgica que interesa a curiosos, turistas y viajeros, y que goza de poco ruido y poco tráfico, como decíamos ayer, debemos anotar la atmósfera cultural que allí se respira. Para un tipo de mi condición y de mis gustos y aficiones, el ambiente culto está garantizado. Según la pequeña guía que compramos en la Oficina de Turismo, junto a la catedral, la ciudad oferta entretenimiento cultural a través de nueve museos, unos veinte teatros, una ópera y clubes de jazz, pero dicha guía no menciona el punto más importante: la abundancia de librerías, tanto de novedades como de viejo y de saldo. Por ejemplo, la Librería Internacional o la librería de Fnac, o muchas otras que, con el placer en la mirada, el viajero encuentra cada pocos metros.
El problema de esta frondosidad de ejemplares y títulos en las librerías, magníficamente surtidas, es que uno no entienda el idioma. En todos estos locales busqué la correspondiente sección de libros en español y en inglés. En español había un puñado, unos veintitantos títulos, pero siempre eran los mismos autores: Carlos Ruiz Zafón, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina, Lucía Etxebarría. Encontré numerosas traducciones, del castellano al francés, pero la nómina de los autores mencionados era idéntica. En un escaparate vi el último libro de Jordi Bonells, autor español que vive en Francia y ahora escribe en francés: “Dios no sale en la foto”, recién traducido en España por Funambulista. En cuanto a los libros en inglés, los franceses demuestran un indudable buen gusto, o de eso da la impresión: hay auténtica pasión por la novela negra, entusiasmo que naturalmente no es nuevo y viene de muy atrás. Las secciones de “série noir” suelen ser amplias y ocupar varios estantes, ya sea la librería grande o pequeña. Se me hizo la boca agua viendo las traducciones al francés de los libros inéditos en castellano de Hubert Selby, jr., autor de “Última salida a Brooklyn”: “Waiting Period” y “The Demon”, entre otras. El precio de los volúmenes de Selby, en tapa blanda y formato reducido, rondaba los doce euros y pico por ejemplar. No faltaban las obras de J. D. Salinger ni las de Varlam Chalamov. En un estante de literatura anglosajona traducida descubrí tres joyas: tres tomos que compendiaban un total de nueve novelas del gran John Fante, creador de “Pregúntale al polvo”. Tres de esos libros no han sido traducidos en España. La novela superventas de Jonathan Littell, norteamericano que vive en Francia y que ha escrito este libro en el idioma galo, continúa copando las mesas de novedades y los primeros puestos en la lista de los más vendidos. Se trata de un tocho que se publicará en nuestro país este año.
No faltan, por todas partes, diferentes ediciones del clásico absoluto de Louis Ferdinand Céline, “Viaje al fin de la noche”, gran novela que sólo los lectores estrechos de mente y aquejados de prejuicios rehusarían leer, dado que se le ha relacionado siempre con cierta simpatía hacia los nazis, cuando lo cierto es que sólo se trataba de un gran nihilista. En la sección de cómics hallé la adaptación a la novela gráfica de este libro de Céline. En los escaparates abundan los clásicos franceses del cómic con cuya lectura crecí, y que me ayudaron a desarrollar la imaginación en la infancia: Astérix y Obélix, Lucky Luke, el Teniente Blueberry, Valérian. Otra sección imprescindible para el lector francés es el cómic manga, cuyos tomos colonizan varias estanterías. Cada librería es exquisita y, lo repetiré, está bien surtida. Se nota que la población es fundamentalmente lectora.

martes, marzo 06, 2007

Woody Allen rodará en Oviedo


De El País:

El cineasta neoyorquino Woody Allen ha confirmado que Oviedo formará parte de las localizaciones en las que se rodará su próxima película en Europa, que cuenta con Barcelona como escenario principal. Allen, que ha mantenido este lunes un encuentro con el alcalde de Barcelona, Jordi Hereu, en Nueva York, ha asegurado a los medios españoles que "una pequeña parte de la historia tiene lugar en Oviedo, donde se trasladará el rodaje durante una semana" en julio.

Allen ha destacado su voluntad de que el equipo que participe en el rodaje sea español y se ha mostrado "muy afortunado" por poder contar con las interpretaciones de Penélope Cruz y Javier Bardem para este proyecto. "Ambos son absolutamente perfectos para lo que he escrito y soy un gran admirador suyo", ha asegurado el director, quien ha desmentido que la elección de Cruz se deba a su nominación a los Oscar como mejor actriz por su papel en Volver, de Pedro Almodóvar.

El cineasta también ha señalado que varias estrellas norteamericanas entrarán en el proyecto que rodará en Barcelona y para el que acaba de iniciar la elección de un reparto. Allen ha afirmado que desea contar para el elenco con la protagonista de sus últimas dos películas, Match Point y Scoop, Scarlett Johansson, y con la joven Rebecca Hall, a quien se ha visto este año en El truco final. El prestigio, de Christopher Nolan. [Noticia completa: aquí]

Ciudad de bicicletas

Estrasburgo significa “la ciudad de las calles”. Pero, para el viajero que patea por primera vez el centro histórico, Estrasburgo es, a sus ojos, una ciudad de bicicletas y tranvías. La primera sorpresa que ofrece este lugar, anexionado al III Reich en mil novecientos cuarenta, es su carencia de tráfico. Resulta imposible encontrarse con coches aparcados en segunda o tercera fila y con atascos en la hora punta y siempre se ven sitios libres junto a la acera. La armonía ambiental no la rompen el frenético ruido de los cláxones ni el bullicio urgente de las sirenas que se dan en otras urbes. Los únicos sonidos que uno escucha, paseando por sus aceras, provienen del rumor de las conversaciones de los viandantes y del mecanismo que hace funcionar los tranvías que cruzan la ciudad. Cualquier hombre agobiado por el jaleo estresante de las metrópolis donde predomina el tráfico denso y la contaminación acústica se sentirá, aquí, como en un paraíso con tendencia a los silencios.
Las calles principales y no peatonales del centro acogen los raíles de unos tranvías modernos, de amplios ventanales, dotados de vagones blancos y espaciosos y un diseño puntiagudo, como de Concorde. Ni siquiera el tranvía ocasiona demasiado ruido o, en todo caso, es un sonido que no causa molestias al oído. El habitante de Estrasburgo apenas utiliza el coche por una razón, ajena al uso del tranvía como transporte habitual: un alto porcentaje de la población se mueve en bicicleta. Los padres pedalean por los carriles habilitados para los ciclistas, con sus hijos pequeños sujetos en una silla a la parte posterior del vehículo. La gente va a trabajar en este medio ecológico y saludable, que no altera el paisaje con humos ni chirridos ni ocupa espacio, y lo aparca delante de la tienda, del banco o de la oficina, atándolo mediante un candado a los hierros curvos donde estacionan las bicicletas. Es frecuente toparse con una hilera de diez, quince o veinte bicis aparcadas a la entrada de una empresa o de una taberna, como si fuesen los caballos dóciles que los cowboys dejan afuera mientras se toman un trago de whisky en el saloon. He visto a parejas dando un paseo, a pie, mientras la chica, desmontada, sujeta su bici por los manillares. Durante las noches del fin de semana, muchos jóvenes suelen ir a beber cócteles o cervezas a sus pubs favoritos y van de un bar a otro en bicicleta. En torno a la madrugada, los supongo haciendo equilibrios beodos sobre el manillar, pedaleando de regreso a casa. Nadie lleva casco ni otras protecciones: no son bicicletas de carreras ni nadie corre demasiado.
Entre toda esta maraña de velocípedos candados en las farolas, en las señales de tráfico y en las zonas habilitadas para el aparcamiento, vislumbra uno, en ocasiones, una bici a la que le falta la rueda trasera; así, la cadena pende floja hasta el suelo, igual que la camisa vieja y recién abandonada de una serpiente. Uno nunca sabe si algún ladrón ha hurtado la rueda o si ha sido el propio dueño quien se la ha llevado al trabajo para que no le roben el vehículo. Este transporte ha arraigado tanto en la ciudad que incluso he visto a un tipo entrar en una tienda montado en su bici, como si tal cosa. No me sorprendería que lo permitieran: en el edificio de Fnac de La Place Kléber he visto a compradores paseando por entre los estantes con sus perros al lado, obedientes y atados a sus correas. Por si fuera poco, existe una compañía de alquiler de bicicletas, al parecer provista de dos sucursales: una, junto a la estación y, la otra, al lado de la catedral. Con estos mimbres, y la belleza arquitectónica de Estrasburgo, a nadie debe extrañar que los paseos diurnos y nocturnos constituyan un placer absoluto.

Portadas exquisitas

We Have Always Lived in the Castle, novela de Shirley Jackson, con introducción de Jonathan Lethem e ilustraciones de Thomas Ott. Traducida en España por Edhasa con el título Siempre hemos vivido en el castillo.

lunes, marzo 05, 2007

Poca conexión


En el pueblo en el que estoy, Molsheim (en la foto, un restaurante de la plaza principal), no hay cibercafés y sólo puedo conectarme en un ordenador portátil prestado a partir de las 18:30 horas. Además, una hora de internet por estas tierras sale carísima. Salvo alguna excepción (quizá durante el fin de semana), tendré que actualizar este blog por la tarde/noche. Siento que así sea, pero no puedo hacerlo de otro modo. Por ello, pido disculpas.

Un catálogo fabuloso

Una de las editoriales cuyo catálogo de novedades compruebo cada semana es Mondadori. En ocasiones, verifico a diario si han editado algo nuevo. A nadie con un mínimo de buen gusto literario le puede sorprender esto: su nómina de títulos es abrumadora y abarca rarezas, jóvenes promesas, clásicos imprescindibles, bombazos contemporáneos e incluso joyas que, por azar, se convierten en best-sellers.
Permitan que enumere algunos de estos títulos, la mayoría de los cuales he conseguido reunir en mi biblioteca: Mondadori ha publicado delicias como “Hogar, dulce hogar”, de Sam Lipsyte; el guión de “Pulp Fiction” escrito por Quentin Tarantino; la monumental “Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay”, de Michael Chabon; los dos únicos libros de Tristan Egolf (joven escritor que se suicidó no hace demasiado); los de Jorge Franco; los relatos de David Means contenidos en “Incendios”; toda la obra traducida del niño prodigio David Foster Wallace (algún día me atreveré con “La broma infinita”, que califican de obra maestra; y digo “me atreveré” porque sus mil doscientas páginas me asustan); dos exquisitos libros de cuentos de Matthew Klam, “Sam el Gato y otros relatos”, y de Arthur Bradford, “¿Quieres ser mi perro?”; algunas obras de los maestros Philip Roth y Cormac McCarthy y la bibliografía completa de Gabriel García Márquez, sin olvidar las obras de J. M. Coetzee, las últimas de Salman Rushdie, las del polémico y marciano Chuck Palahniuk, los dos volúmenes recopilatorios de la selección de la revista McSweeney’s, sin olvidarnos de los nuevos libros de Dave Eggers, Richard Powers, Denis Johnson, David Sedaris, George Saunders, Jonathan Lethem. Hablo de auténticas maravillas de la literatura: lean “Huérfanos de Brooklyn”, lean “Hijo de Dios”, lean “Pastoralia”, lean “Elegía”, lean “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer” y “No es país para viejos”. Eso por citar sólo unos cuantos títulos y autores. Quien deteste esta literatura moderna puede optar por los clásicos de Mondadori: Twain, Tolstoi, Dumas, Flaubert, Kipling.
El problema de muchos de los títulos de Mondadori es que, si han vendido pocos ejemplares, en seguida desaparecen de la faz de la tierra. Pero eso sucede con cualquier libro que no arrase, y luego no hay manera de encontrarlo, ni siquiera de segunda mano y en mal estado de conservación. A mí me ha costado horrores dar con libros de esta editorial. Pienso, por ejemplo, en “Los Boys”, de Junot Díaz, o en los de Tristan Egolf, que al final hallé en librerías de viejo. Otros, pasado cierto tiempo, no hay manera de conseguirlos, como tampoco hay manera de verlos reeditados. Me acuerdo ahora de uno de los libros que más horas de pesquisas me han ocupado, a través de la red y a través de mis incursiones por las librerías. Lo editó Mondadori en el noventa y ocho. Se titula “Relatos de Kolymá” y su autor es Varlam Shalamov o Chalamov, como prefieran. Supe de la existencia de dicho libro y dicho escritor ruso por medio de mi amigo David González, poeta que me lo ha recomendado varias veces. Lo curioso es que, si uno busca en Google, topa con cientos de páginas en español en las que escritores y estudiosos alaban el libro y lo califican de lectura fundamental. Shalamov sufrió el encierro en el campo de concentración siberiano de Kolymá. Dieciséis años de GULAG. Al salir, escribió estos breves relatos. Son una joya, pero no logro encontrarlos. Si los pido en el catálogo de una librería, no tardan en comunicarme que el catálogo no está actualizado. Me pregunto por qué no lo reeditan, si es un clásico. La obra original, por cierto, tiene mil setecientas páginas. No ha sido traducida.

Engaños artísticos

Días atrás vi en la televisión una especie de broma o experimento que habían preparado los responsables de un programa, "El buscador de historias". El engaño se ha hecho famoso e incluso han colgado el vídeo en el YouTube, como es costumbre. Primero se encargó a los niños de una guardería de dos y tres años que pintaran un cuadro. Lo pintaron al alimón, utilizando los pinceles pero también los dedos y las palmas de las manos. El resultado no fue ese tipo de obra que suelen pintar con ingenio los críos, de manera individual y con su personal visión del mundo, sino un borrón abstracto, una mancha sin pies ni cabeza ni sentido. La reportera lo colaba a hurtadillas en la última edición de la Feria de Arco. Introducía el lienzo, doblado, en una mochila, y luego lo ponía en un rincón libre de la Feria, mientras una cámara grababa la gamberrada. Después, la chica entrevistó a la gente que se acercaba a la pintura. Curiosos y expertos opinaban sobre la pintura, dándose pisto ante las cámaras. Hablaban de la complejidad del cuadro, de la reflexión del artista, de los paisajes que se adivinaban, de la sutileza y experiencia del pintor, de la carga erótica del autor varón, etcétera. En definitiva, que les colaron un gol a los visitantes de Arco. Expusieron una tomadura de pelo y la gente picó.
Lo anterior demuestra que, al parecer, en el arte todo vale. Pero quizá no debería ser así. Me he preguntado qué hubiera dicho yo en caso de visitar Arco, ver el cuadro y ser entrevistado por la reportera. Creo que hubiera dicho lo que suelo soltar en estos casos: "Lo siento, no entiendo el arte abstracto". Es la verdad, pero también supone una manera de librarse de dar una interpretación muy subjetiva en la que uno no cree. Por culpa de nuestra tolerancia a que, en el arte, todo valga, se dan despropósitos como el de la broma mencionada.
Me temo lo peor cuando nos hablan de "la libertad del artista". Si oyen eso, échense a temblar. Significa que ni el propio autor entiende su obra, sea literaria, pictórica o cinematográfica. Es lo que he pensado tras sufrir/soportar las tres horas y pico de metraje de la última película de David Lynch, "Inland Empire" (sí, sé que él insiste en que escribamos todas las letras del título en mayúsculas, pero prefiero llevarle la contraria). Y muchos se preguntan: ¿es una obra maestra o una tomadura de pelo? El debate está en la red y ha llenado cientos, miles, de páginas. En el Festival de Cine de Venecia, lo abuchearon. Confieso que soy de los que piensan que Lynch es una especie de genio loco, capaz de darnos lo mejor tanto si se pone clásico ("El hombre elefante", "Una historia verdadera"), como experimental ("Carretera perdida", "Mulholland Drive"). Sus filmes me entusiasman, aunque a veces no los comprende ni él. Pero creo que en "Inland Empire" ha tratado de reírse del público. Quizá la resaca de nominaciones y los premios cosechados por "Mulholland Drive" le hicieron creer que podremos soportarle cualquier cosa. Empezó su experimento sin tener un guión, que es el cimiento de cualquier película, su clave y su alma. Ha tardado tres años en terminarla y ha metido con calzador, en su montaje, otros proyectos que había desarrollado para su página web. Sólo esto último ya desvela el engaño, las ganas de colarnos un gol. Sin embargo, no me enfurece que la película no tenga sentido ni que rompa las reglas. Lo que me amarga es que haya roto uno de los mandamientos del cineasta: "No aburrir". Y las tres horas de "Inland Empire" pesan como una losa. Me hacen añorar a John Ford.

domingo, marzo 04, 2007

Animalario

Alberto San Juan, Pedro Casablanc y Nathalie Poza en la obra de la que hablo en el artículo de abajo.

Marat-Sade

La compañía Animalario representa, en el Teatro María Guerrero, la célebre "Marat-Sade", obra escrita por Peter Weiss que ha contado, además, con un par de adaptaciones televisivas y dio lugar, a finales de los sesenta, a una película de Peter Brook. Fui a verla el miércoles. Entre el público había algunas caras conocidas: los actores Silvia Abascal, Sergio Peris-Mencheta y Raúl Arévalo, uno de los eficaces secundarios de la emotiva "AzulOscuroCasiNegro". La obra dura casi tres horas, con un intermedio de diez minutos. La dirige Andrés Lima a partir de la versión de Alfonso Sastre que capitaneara Adolfo Marsillach en los sesenta. El título completo de la obra es, literalmente, "Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat representado por el grupo teatral de la casa de salud de Charenton bajo la dirección del Señor de Sade". Más que una obra, se trata de un auténtico espectáculo sin apenas puesta en escena en el que los actores simulan pegarse, fornicar, dormir, cortar cabezas, bañarse, beber, cantar, aplaudir y abuchear, entre otras cosas. Como su extenso título indica, el Marqués de Sade, recluido en el sanatorio mental de Charenton, trata de poner sobre el escenario el asesinato de Marat a manos de Carlota Corday. Al frente del reparto están Alberto San Juan (Sade), Pedro Casablanc (Marat) y Nathalie Poza (Carlota). Entre los secundarios figuran Fernando Tejero y Miguel Rellán. El reparto abarca dieciséis actores, así que me falta espacio para nombrarlos a todos.
No hay duda: estamos ante una obra provocadora, más provocadora aún por parte de los componentes de Animalario, que introducen en el escenario alegatos contra la Iglesia, el Ejército y la Monarquía. Los debates entre Marat y Sade son lo más jugoso del conjunto, y ahí, en sus alocuciones al pueblo, en sus combates dialécticos, es donde se adivina la mano firme del escritor, Weiss. Uno de los sentidos de la obra es averiguar dónde reside la locura: si en el individuo o en el pueblo. Dado que los personajes están locos (incluso los celadores, lo cual nos permite dudar si la locura está dentro del sanatorio o fuera), el caos y el desorden dominan el escenario. Los actores tardan en apaciguar sus impulsos lunáticos o se apartan del contenido del texto, y ese es el problema, a mi juicio, de "Marat-Sade". Las frecuentes interrupciones apartan al espectador de la historia que los enfermos mentales quieren contar e incluso se pierde el hilo. Pero, cuando el silencio se posa sobre los personajes y podemos oír a Carlota, Sade y Marat, el conjunto cobra gran fuerza. Por ejemplo, en las descripciones de las torturas que Sade ofrece al público: a uno se le hace un nudo en la garganta.
La obra, dado que no la había visto ni en cine, ni en teatro, ni en televisión, me recordó a la formidable película "Quills", de Philip Kaufman, basada en un texto de Doug Wright. Tanto esta como la de Weiss parten de un dato verídico: Sade, encerrado en el sanatorio de Charenton, se encargaba de orquestar obras representadas por sus locoides compañeros. Las improvisaciones, y mi temor a que los actores trataran de interactuar con el público, me mantuvieron nervioso todo el tiempo. Ese nerviosismo es lógico: bajan al patio de butacas, se sientan en los pasillos, se dirigen a los espectadores, algo que odio dada mi condición de tímido. Y, al final, arrebatados por la violencia, arrojan ropa al público que les aplaude. Es una buena representación, espectacular, pero en ocasiones se les escapa de las manos, y es normal: interpretan a enfermos. En el teatro siempre escojo al actor que más me ha gustado. En esta ocasión fue Nathalie Poza, que está portentosa: como actriz y como mujer.

sábado, marzo 03, 2007

Otro Pen/Faulkner para Philip Roth


Visto en El Cultural (copio y pego desde un cyber de Estrasburgo cuyo teclado en desorden me saca de quicio; saludos a todos):
El autor norteamericano Philip Roth (Nueva Jersey, 1933) ha sido galardonado con el Premio Pen/Faulkner por su novela breve Elegía. Este premio tiene una dotación de 15.000 dólares y Roth es el primer autor que obtiene por tercera vez este premio. Anteriormente, el autor había recibido el galardón en 1994 con la novela Operación Shylock y en 2001 con La mancha humana.

La violencia y sus temperaturas

Aunque ha sido un invierno muy flojo, de poco frío, el aumento de las temperaturas de estos últimos días trajo al barrio en el que vivo un incremento de la violencia y de la exasperación de los desheredados. Mientras el frío mantiene apretado al personal y lo reprime, el sol alumbrando de lleno las calles y con pocas nubes que lo oculten mantiene activo al personal. De la televisión sólo me gustan algunas series. Como no suelo verla, me asomo a la ventana. Tengo la ventaja de contar con una tele que muestra imágenes reales y sin los artificios del montaje: desde el balcón se palpa la realidad más salvaje. Si salgo a la calle, diviso escenas aún más curiosas (incluso hay gente que cree que las invento). Un par de días atrás vi, al pasar junto a un grupo de hombres que bebían vino barato y litronas de cerveza, a dos cuerpos tirados en el suelo. Al lado de ellos. El mundo parecía ajeno a esos dos cuerpos. Quienes empinaban el codo ni siquiera le daban importancia. Entonces me fijé: eran dos alcohólicas tiradas en el suelo, peleándose con esa blandura y esa parsimonia de quien lleva años desayunando vinazo y durmiendo a la intemperie. Se tiraban de los pelos, intentaban arrancarse las greñas. Los bebedores no les prestaban atención: acaso sospecharon que la reyerta no tendría consecuencias trágicas, o acaso ellas peleaban con movimientos tan torpes y lentos que ellos no las vieron bajo la máscara de la ebriedad.
Una noche, antes de acostarme, oí el escándalo de un grupo de muchachos que se empujaban y discutían. No sé si se trataba de un botellón, pero había una panda joven discutiendo, a punto de menear los puños, y las chicas en medio, aplacándolos como casi siempre hacen. Y digo casi siempre porque he visto peleas, en esta y en otras ciudades, en las que algunas mujeres no calman a sus novios, sino que los alientan para que rompan los morros al contrincante, como modernas versiones de Lady Macbeth aunque sin la grandeza ni la fluidez de su labia. No hace tanto frío y eso se nota, aunque insisto en que ha sido un invierno flojo. Se nota porque oigo y observo más jaleo, más personas por mi calle, más actos violentos, más personal meando en las aceras.
Ese mismo día escuché bulla debajo de casa. Un tipo se había cabreado con sus amigos. Mediante su actitud demostró algo que dice Earl Hickey en "Me llamo Earl", respecto a la ira masculina: "Los hombres de verdad se guardan las emociones adentro, hasta que explotan y después golpean algo que no tiene nada que ver con lo que los hizo enojar". El tipo empezó a gritar. No sé qué dijo porque hablaba en otra lengua. Luego caminó por el asfalto, siguiendo la línea de los coches aparcados, y dio puntapiés a las puertas. Bajo su ira cayeron seis o siete coches. Continuó gritando. Después anduvo por la acera, por el otro lado de los vehículos, junto a la puerta de los copilotos. En cada coche levantaba la pierna hasta reventar, de una o dos patadas, el retrovisor. Con este procedimiento poco sutil arrancó varios retrovisores de cuajo. Otros tuvieron más suerte y quedaron colgando por un trozo. Cuando salí de casa y pasé junto a los coches observé los desperfectos de aquella violencia: abolladuras en las puertas, pedazos de retrovisor en la acera, capós llenos de bollos. Esos vehículos tienen mala suerte. Su carrocería es víctima de la ira de quienes se cabrean. A menudo hay gente que se pega encima de esos capós. O esconden algo de droga debajo, antes de una venta. Y orinan sobre ellos. Les mean las ruedas, los faros, las puertas. El pis huele demasiado fuerte, y supongo que hay una razón: el alcohol y la droga que expelen apesta. Con el calor regresa la violencia. Oí otra bronca mientras escribía esto.

viernes, marzo 02, 2007

Portadas exquisitas


Letters to J. D. Salinger, de Varios Autores. Edición de Chris Kubica y Will Hochman. Inédito en España.

Citas. 34

El viajero va lleno de buenos propósitos: piensa rascar el corazón del hombre del camino, mirar el alma de los caminantes asomándose a su mirada como al brocal de un pozo. Tiene buena memoria y quiere deshacerse de la mala intención, como de un lastre, al dejar la ciudad.

Camilo José Cela, Viaje a la Alcarria

Hacia tierras francesas

Si todo va bien, esta noche estaré en tierras francesas. Por razones que no vienen al caso o a nadie importan, pasaré las dos próximas semanas entre Estrasburgo y Molsheim, una hermosa y pequeña ciudad o distrito de Estrasburgo, localizado en la región de Alsacia. Baste anotar que, en principio, sólo debo pagar el billete de avión. Entenderán que una oportunidad así no puede desaprovecharse. Al contrario que en otras ocasiones, que en otros viajes, he tratado de informarme un poco al respecto. En Molsheim se estableció Ettore Bugatti, el tipo que creó los automóviles que llevan su apellido. Y lo dejaremos ahí, ya que mi ignorancia en coches es absoluta e incluso casi escandalosa. Molsheim, además, está en plena Ruta de los Vinos de Alsacia, lo cual me hizo esbozar una sonrisa de placer en cuanto lo supe. En el catálogo turístico de esta pequeña ciudad no faltan varios museos, como el de la Fundación Bugatti. La zona dista unos quince minutos de Estrasburgo, pero aún no sé si se refieren al trayecto entre ambas en coche o en tren.
He averiguado que, en el hotel en el que nos alojaremos en Molsheim (Estrasburgo quedará para los fines de semana), tienen conexión a internet, lo cual constituye un alivio porque así no me tocará buscar por ahí un cibercafé cuando deba enviar mi artículo diario, actualizar mi bitácora, leer los periódicos y atender el correo electrónico. En el equipaje de mano llevo cuatro libros, pero cada uno tiene alrededor de quinientas páginas: esto me permitirá saciar mi sed de lectura sin tener que acarrear veinte novelas; se tarda más en leer un tocho de quinientas páginas que dos volúmenes de doscientas cincuenta páginas. Esto no es ninguna tontería: hagan la prueba y comprobarán que es cierto, porque la agilidad narrativa que suele alcanzar un libro de pocas páginas no la suele tener un tocho con el doble de extensión. A estas alturas, ya habré visionado otra vez el principio de ese filme encantador, “El turista accidental”, en el que William Hurt nos cuenta cómo debe hacerse una maleta, aprovechando bien el espacio e incorporando sólo lo imprescindible. Lo terrible del asunto, de este viaje, es el avión. Como siempre. El pánico a volar me depara, en esta ocasión, una escala en Bruselas. Es decir, iremos desde Madrid hasta Bruselas; y de ahí a Estrasburgo. Un exceso de horas de avión, más de las que probablemente puedo soportar.
Será igual que unas vacaciones, aunque yo, como hago desde hace años, continuaré escribiendo. Enviando mi columna diaria, pegándome con el folio en blanco. En cualquier caso no dejará de ser una especie de pequeña aventura, sobre todo si aludimos a mi poco desarrollada capacidad de orientación en las ciudades, sean éstas conocidas o desconocidas para mí. Y al idioma: de francés no sé ni una palabra. Ni una. Estudié inglés. Pero me dicen que a los franceses no les entusiasma que uno charle con ellos en inglés. Supongo que me apañaré con un diccionario de bolsillo y la gesticulación manual, que se me da mejor que hablar en otras lenguas. Por si acaso, he dejado escritos unos cuantos artículos. Hasta que me establezca del todo y me organice con el rollo de internet y los ordenadores. A partir del miércoles empezaré a contarles mis paseos por ambas ciudades; o quizá deba decir mis desventuras. De ahí en un par de semanas, o algo menos, les hablaré de estas tierras francesas al pie de la frontera con Alemania. Espero ser lo suficiente lúcido para no agotar la paciencia de mis lectores con mis crónicas viajeras. Lo peor va a ser el idioma. Me pregunto si sabré hacerme entender. Ya les contaré.

El regreso, de Joseph Conrad


Interesante cuento largo que ahora reedita Funambulista con traducción de J. M. Lacruz. Un hombre llega a casa tras una jornada de trabajo y se encuentra una carta de su mujer. Nunca conocemos el contenido exacto de la misiva: sólo sabemos que ella le ha abandonado por otro. Cuando el marido se desespera, oye la puerta: su mujer, arrepentida, regresa al hogar. Pero ya se ha producido una quiebra en el barco, y nada será lo mismo.
La habilidad natural de Conrad se muestra aquí en el manejo de los diálogos entre el hombre y la mujer, repletos de desprecio, amargura y desencanto.

jueves, marzo 01, 2007

El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell


Estoy releyendo este magnífico libro de Joseph Mitchell, que consta de dos crónicas escritas para el mítico The New Yorker. Es una de las lecturas favoritas de autores como Martin Amis, Doris Lessing, Salman Rushdie o Julian Barnes. Como ya lo he mencionado en varias ocasiones, no diré nada de su contenido.
Pero aprovecho la relectura para anotar algo que viene en la solapa interior de mi ejemplar, en la biografía de Mitchell, y que refleja el carácter de este escritor, el resto de cuyas obras siguen inéditas en castellano. Este es el fragmento de la solapa que tanto me ha gustado:
Mitchell se especializó en el retrato literario, lo que él llamaba "perfiles" de los personajes más diversos de Nueva York: desde estrellas de Broadway a magnates de dudosa reputación, desde domadores de circo a poetas y pintores. Cuando alguien le reprochó una vez que escribía sobre "gente ordinaria" él contestó (y la frase se volvió célebre): "la gente ordinaria es tan importante como usted, quienquiera que usted sea".

Librarse de esas llamadas

Si uno escribe por las mañanas, en casa, con el móvil encendido, se expone a que lo bombardeen desde otras empresas de telefonía, desde El Círculo de Lectores y otras firmas con comerciales entrenados para comerle a uno la oreja con su cháchara de ofertas. Pero uno no puede apagar el móvil porque necesita tenerlo disponible para amigos y familiares. Aún es peor con un teléfono fijo. Yo llevaba sin un fijo un montón de años: diez, o quizá más. Carecer de él suponía cierta clase de felicidad. Pero en el contrato de Telefónica que me sirve la conexión a internet viene incluida la tarifa plana de la línea de teléfono. Como aún no sé si cambiaré de servicio o no (en las últimas semanas ha mejorado la conexión, pese a que ningún técnico apareció por el piso), el domingo por la tarde compramos uno de esos teléfonos inalámbricos de veinte euros. Ya que uno paga esa tarifa, hay que aprovecharla. Al día siguiente le di el número de teléfono sólo a un par de familiares y a mis amigos más cercanos. Ese mismo lunes sonó el aparato. Al ir a responder, al otro lado se cortó o hubo algún problema. No volvieron a llamar y no supe de quién se trataba. Pero me extrañó que fuera alguna de esas personas a las que les había dado mi número.
El martes por la mañana sonó de nuevo. Fui a responder y no aparecía ningún número en la pantalla. Al otro lado escuché la voz de un argentino y, al fondo, un jaleo propio de oficina. Se trataba de un comercial de una empresa de telefonía e internet (creo que Ya.com, si no entendí mal). Antes de que yo pudiese protestar, comenzó el habitual tiroteo de frases repletas de ofertas. El tío se lanzó a hablar de números, de velocidades de conexión, de facturas, de routers, de ordenadores, de tarifas y demás jerga de los vendedores de esta clase de empresas. Apenas habían pasado veinticuatro horas desde que puse el teléfono fijo y ya me estaban arrojando bombas de publicidad a la oreja. No quise cortarle abruptamente, ni colgar el auricular porque esta gente hace su trabajo y porque he conocido a personas que trabajaron de comerciales en línea y les disgusta que les cuelguen el teléfono o uno se muestre borde. Uno, ante todo, trata de ser amable y educado. Diez minutos después del rollo alusivo al paraíso que me ofertaban si cambiaba de empresa, el orador dijo que yo tenía que tomar una decisión, y que debía hacerlo antes de colgar. Empezó a hablar así: “Entonces yo le envío un router y…” De modo que intenté cortarle: “Mire, no lo sé. Tendré que pensarlo”. Respondió que estas ofertas duraban muy poco y lo importante era que no colgase el teléfono. Luego dijo que iba a pedirles permiso a sus superiores para volver a hacerme una segunda llamada, otro día. Contesté que no, que no era necesario: “Mire, si me interesa, ya me pondré yo en contacto con ustedes”.
Me hizo aguardar unos segundos y se puso al aparato otra persona. Una superiora, también argentina. Soltó un rollo similar, más agresivo. Pero son muy buenos en su oficio y a uno le cuesta deshacerse de ellos con amabilidad. Me preguntó por qué tenía que pensármelo, cuál era el problema, aludió a si no contaba con la capacidad de tomar una decisión propia, yo llevaba colgado al teléfono veinte minutos. Agotado, opté por la única solución: ser poco amable. Dijo: “No hay nada que pensar: somos mejores que Telefónica”. Respondí: “Claro, ¿qué iba a decir usted?” Empecé a exaltarme, a decirle que no tenía tiempo, que esas cosas deben pensarse unos días, que nadie me garantizaba que ellos fueran mejores, que no se toma una decisión de un minuto a otro. Mi tono furioso la persuadió. Me dio las gracias y, por fin, colgó.