Estrasburgo significa “la ciudad de las calles”. Pero, para el viajero que patea por primera vez el centro histórico, Estrasburgo es, a sus ojos, una ciudad de bicicletas y tranvías. La primera sorpresa que ofrece este lugar, anexionado al III Reich en mil novecientos cuarenta, es su carencia de tráfico. Resulta imposible encontrarse con coches aparcados en segunda o tercera fila y con atascos en la hora punta y siempre se ven sitios libres junto a la acera. La armonía ambiental no la rompen el frenético ruido de los cláxones ni el bullicio urgente de las sirenas que se dan en otras urbes. Los únicos sonidos que uno escucha, paseando por sus aceras, provienen del rumor de las conversaciones de los viandantes y del mecanismo que hace funcionar los tranvías que cruzan la ciudad. Cualquier hombre agobiado por el jaleo estresante de las metrópolis donde predomina el tráfico denso y la contaminación acústica se sentirá, aquí, como en un paraíso con tendencia a los silencios.
Las calles principales y no peatonales del centro acogen los raíles de unos tranvías modernos, de amplios ventanales, dotados de vagones blancos y espaciosos y un diseño puntiagudo, como de Concorde. Ni siquiera el tranvía ocasiona demasiado ruido o, en todo caso, es un sonido que no causa molestias al oído. El habitante de Estrasburgo apenas utiliza el coche por una razón, ajena al uso del tranvía como transporte habitual: un alto porcentaje de la población se mueve en bicicleta. Los padres pedalean por los carriles habilitados para los ciclistas, con sus hijos pequeños sujetos en una silla a la parte posterior del vehículo. La gente va a trabajar en este medio ecológico y saludable, que no altera el paisaje con humos ni chirridos ni ocupa espacio, y lo aparca delante de la tienda, del banco o de la oficina, atándolo mediante un candado a los hierros curvos donde estacionan las bicicletas. Es frecuente toparse con una hilera de diez, quince o veinte bicis aparcadas a la entrada de una empresa o de una taberna, como si fuesen los caballos dóciles que los cowboys dejan afuera mientras se toman un trago de whisky en el saloon. He visto a parejas dando un paseo, a pie, mientras la chica, desmontada, sujeta su bici por los manillares. Durante las noches del fin de semana, muchos jóvenes suelen ir a beber cócteles o cervezas a sus pubs favoritos y van de un bar a otro en bicicleta. En torno a la madrugada, los supongo haciendo equilibrios beodos sobre el manillar, pedaleando de regreso a casa. Nadie lleva casco ni otras protecciones: no son bicicletas de carreras ni nadie corre demasiado.
Entre toda esta maraña de velocípedos candados en las farolas, en las señales de tráfico y en las zonas habilitadas para el aparcamiento, vislumbra uno, en ocasiones, una bici a la que le falta la rueda trasera; así, la cadena pende floja hasta el suelo, igual que la camisa vieja y recién abandonada de una serpiente. Uno nunca sabe si algún ladrón ha hurtado la rueda o si ha sido el propio dueño quien se la ha llevado al trabajo para que no le roben el vehículo. Este transporte ha arraigado tanto en la ciudad que incluso he visto a un tipo entrar en una tienda montado en su bici, como si tal cosa. No me sorprendería que lo permitieran: en el edificio de Fnac de La Place Kléber he visto a compradores paseando por entre los estantes con sus perros al lado, obedientes y atados a sus correas. Por si fuera poco, existe una compañía de alquiler de bicicletas, al parecer provista de dos sucursales: una, junto a la estación y, la otra, al lado de la catedral. Con estos mimbres, y la belleza arquitectónica de Estrasburgo, a nadie debe extrañar que los paseos diurnos y nocturnos constituyan un placer absoluto.