miércoles, marzo 14, 2007

Sabor nocturno

Intentamos trasnochar el segundo fin de semana en Estrasburgo. La idea era la siguiente: dado que el último tren salía hacia el pueblo sobre las ocho de la tarde, y el último autobús lo hacía a las diez de la noche, nuestra intención fue tantear el panorama el viernes. Queríamos volver a la una de la madrugada y, si el plan cuajaba bien y no era caro el viaje de regreso, nos quedaríamos el sábado hasta las tantas, pululando por pubs y bares. Pero no cuajó. Es decir: los taxis de la céntrica parada de la Plaza de Gutenberg, junto a Notre Dame, sí le llevaban a uno a Molsheim. Pero el viaje nos costó casi veinte euros por persona. Eso, sumado a los precios que por aquí se estilan, acaba pesando mucho. Así que el sábado nos conformamos con pasarlo en la ciudad hasta las diez de la noche, hora del último bus. Es un poco triste retirarse tan pronto al hotel en sábado (a las diez y media estaríamos ya pidiendo las llaves de las habitaciones), pero la marcha del pueblo no era como para tirar cohetes. Existe una particularidad que, ciertamente, le incomoda a uno: en los baretos de los pueblos, los parroquianos se conocen tanto entre ellos que a uno le da la impresión de sobrar, de ser un intruso que se ha metido en una fiesta a la que no le han invitado.
En los bares a los que fuimos en la ciudad, la juerga comienza pronto, más pronto que en España, pero no tan temprano como en Inglaterra. Observé que la gente apenas bebía copas. Casi todo eran pintas de cerveza y cócteles. No olvido que esta región es medio alemana, y quizá por ello la tradición es fundamentalmente cervecera. La cerveza que he probado es deliciosa. Da igual la marca que uno pida, nunca se decepciona. He tomado birra de marcas francesas y de alemanas. Incluso la caña de cerveza más simple y barata, esa que uno bebería en España para jugar al quinito, sabe bien y no es cerveza de combate. En todos los casos, pida uno lo que pida, la cartera acaba molida. Los vinos alsacianos se reservan para la cena y el aperitivo. Nos dijeron que el vino de peor calidad de la zona era el tinto. Por el contrario, el vino blanco y el rosado son excelentes. El más deleitable que probé es el pinot gris. Me gustó más que el pinot blanco. En las cenas y las comidas me conformo con pedir un vasito, ya que el chato cuesta casi tres euros, como mínimo. Señalo todo esto porque, hasta ahora, no he visto a la gente tajarse con vino en las tabernas.
En un par de garitos pedimos una copa. No sirven el cubata que suele beberse en España. La copa que ponen aquí es un pelín ridícula. El vaso de tubo es estrecho y más bajito de lo habitual. Es como una copa para enanos y la cargan poco. El mejor trago nos lo puso un irlandés grandote, en una taberna irlandesa en la que había bullicioso ambiente joven y se oían algunas voces en español: un gintonic que, en vez de un trozo de limón, llevaba una rodaja de lima. Mejoraba el sabor, a fe. Luego tomé un whisky en otro bar y, desde luego, el combinado no era precisamente para enmarcarlo. Ignoro a qué hora cierran los garitos, ya que no pudimos comprobarlo al rechazar arruinarnos con los taxis de vuelta. Pero, según el horario de algunos locales, cerraban a las cuatro de la mañana. Y había discotecas que cerraban a las tantas. La juerga está garantizada, aunque no es tan salvaje como en nuestro país. En todos los garitos en los que entré me gustó la música, los mismos temas que escucho en un canal del televisor del hotel: The Rolling Stones, U2, The Doors, Muse, Keane, Deep Purple. Se agradece tomar una cerveza sin que te abrasen con temas latinos. En la puerta había bicicletas aparcadas, y en algunos locales pasaba por delante el tranvía nocturno.