Desde que salí de España en viaje de quince días que ya terminan, me he subido a diversos transportes: metro, autobús, avión, taxi, tren y barco. Me han faltado el tranvía, que no es muy diferente del tren, y la moto o la bici. De todos ellos, hay uno que contiene casi todas las ventajas y el único inconveniente de su mínima velocidad. El tren. No es incómodo como el metro y el bus, no sale de la tierra para volar por los aires ni flotar en el agua como el avión y el barco, respectivamente, ni cuesta un pastón como el taxi ni soporta el peligro del tráfico de las carreteras. Es literario, tradicional y barato, y uno observa con calma los paisajes que ve por sus amplias ventanas. En los trenes de por aquí hay espacio entre cada vagón para que los pasajeros coloquen allí sus bicicletas. Las cuelgan de las ruedas mediante soportes verticales. Hay un gran respeto por el ciclista, y eso se agradece aunque uno no sea ciclista ni use ya la bicicleta, que es casi como una novia en el tiempo agridulce de la infancia.
El domingo pasado fuimos en tren hasta Obernai, un pueblecito que está a casi diez minutos de Molsheim, si uno utiliza este medio de transporte. Obernai es uno de los pocos lugares de esta región cuyo nombre no incluye -heim: Wolxheim, Ergersheim, Duttlenheim, Avolsheim, Dorlisheim… Nos aconsejaron visitarlo porque también está en la Ruta de los Vinos de Alsacia y por la cantidad de casas antiguas y bien conservadas que embellecen sus calles. Pero, aparte de su colorido y su exquisitez estética, Obernai nos reservaba otra sorpresa: estaba lleno de gente, con turistas y viajeros por el centro, con las aceras atestadas de compradores y los comercios abiertos, a pesar de ser domingo. Había animación por doquier. Obernai es un pueblo vivo, despierto, animado (más que Molsheim), que vive del comercio y del turismo. Vimos numerosos restaurantes, pastelerías, tiendas de souvenirs y locales donde vendían botellas de vino y viandas alsacianas. Hay tantas pastelerías allí que, cuando uno pasa por delante y huele el aroma dulce y mira los escaparates poblados de tartas y pasteles y figuritas de chocolate, casi se le saltan las lágrimas. Por esta zona, al chocolate se lo venera como si fuese el santo patrón de una religión milenaria. Incluso hay un Museo del Chocolate en Geilspolsheim. En la plaza topamos con concentraciones de moteros: mucho ruido, mucho cuero, mucha rueda. En las terrazas se sentaban los turistas a comer helado y pastel y a beber café. Vimos un par de coches antiguos, que hacían volver todas las cabezas.
Junto a una iglesia, cerca de la plaza principal del pueblo, encontramos un pequeño, modesto cementerio. Se me hizo raro ver lápidas a tan sólo unos metros de donde vendían tartas y cucuruchos de helado. Delante del camposanto habían erigido un sencillo monumento de homenaje a los caídos en las guerras, en la de Indochina, en la Primera y en la Segunda Guerra Mundial, etcétera. Era sencillo, digo: un monolito de piedra con una placa conmemorativa y, detrás, en el muro que bordeaba uno de los laterales del cementerio, un frontón de mármol con los nombres de quienes habían muerto en cada contienda. Lo coronaba la inscripción: “Obernai a ses enfants morts pour la patrie”. De fondo, se recortaba una gran cruz blanca, encima de un monte al que peregrinaban los turistas y los fieles, y en cuya ladera había un dibujo de una santa y su nombre: “Sainte Odile”. El azar quiso que esa noche leyera esta frase de Paul Theroux en una novela: “En cuanto a mí mismo, me hallaba en un lugar en el que nunca antes había estado, sobre el que nada había leído, del que nada sabía”.