De Diario de un canalla:
Estoy en esa etapa de la vida en que uno debe necesariamente volverse conservador; no queda mucha energía, no quedan muchas neuronas, no se puede contar, ya, con la súbita iluminación o con la pirueta salvadora. Muerto el espíritu, muerta toda chispa de fe, no se puede decir, creyéndolo, “Dios proveerá”. Estoy, pues, solo, en una ciudad que no es la mía y que es muy dura, y debo contar apenas con mi capacidad de trabajo para mantener, cuidadosamente, este organismo desgastado en un precario e inestable equilibrio. Por lo tanto, nada más peligroso para mí que este otro trabajo que estoy tratando de imponerme ahora, vacaciones mediante: despertar –ni más ni menos– al daimon, ese gracioso diablillo intuitivo que además sabe escribir, y además por el mismo acto, intentar el rescate de mi percepción, por más incompleta o fugaz que haya sido, de la dimensionalidad del Universo y de mí mismo –eso que justamente le da sentido a la vida.
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Pero no estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo que han quedado adheridos a mesas de operación (iba a escribir: de disección), a ciertas mujeres, a ciertas ciudades, a las descaradas y macilentas paredes de mi apartamento montevideano, que ya no volveré a ver, a ciertos paisajes, a ciertas presencias. Sí, lo voy a hacer. Lo voy a lograr. No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida.
De Burdeos, 1972:
No tengo ningún plano de Burdeos. Cuando me instalo en alguna ciudad desconocida, comprar un plano de la ciudad me resulta indispensable. Tengo un plano de París, aunque no me haya instalado nunca en París, y aunque en rigor para los quince días que pasé ahí no me hacía ninguna falta; la ciudad está llena de señales, e incluso de planos eléctricos o electrónicos en los subtes y entradas de subtes, y además está la Torre como referencia que puede verse desde cualquier punto. Y además, si uno se desorienta es divertido preguntar, y resulta; y un último además: es divertido perderse en París.
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Pero después de un par de días, se encerró conmigo en el dormitorio, porque tal vez Pascale andaría por ahí con la oreja alerta, y me hizo todo un discurso conmovedor. Que ella sabía que no valía nada, que era una mujer despreciable, que no estaba a mi altura, que no podía hacerme feliz. Pero me pidió que me quedara a su lado. Se me llenaron los ojos de lágrimas y la abracé con fuerza. Sentí alegría, sentí que las fuerzas me renacían, sentí que podía hacerlo, que podía quedarme y luchar. Sentí ganas de postrarme a sus pies y besarlos. Tal vez lo hice.
[Literatura Random House]