A cualquier desconocido que ahora recorriese el pasillo principal de esta casa o que entrase en alguna de sus habitaciones, lo que encontrase le parecería una falsificación, despojado todo de los recuerdos y el trato que convierten las cosas en cosas. Ya no está mi madre para defenderlas, para proporcionarles un alma, una historia. Tampoco mi padre. Me pregunto si a mi madre la enterraron con las cartas que le envió mi padre durante los dos años anteriores a su boda. ¿Le daría a ella tiempo para despedirse de su colección de dedales de cerámica? ¿Le dio tiempo a mi padre para despedirse de sus libros? Su biblioteca hace años que desapareció, convertida luego la habitación donde estaba en un dormitorio que nadie llegó a usar, al menos permanentemente. De no ser por mi presencia, ahora mismo la casa entera podría considerarse como los restos de una civilización, como la cripta donde se amontonan sus secretos, a punto de quedar sellada para siempre. Ojalá fuese japonés y pudiera despedirme de todo con una ceremonia en un templo; ellos, los japoneses, lo hacen con los pinceles para escribir, con las gafas, con los kimonos de seda, con la cerámica reconstruida gracias a la técnica del kintsugi... Dicen adiós en los templos; nosotros decimos adiós en los libros.
Veo en una de las estanterías del salón los cinco tomos de la tesis de mi padre y al lado del último está Construyendo Babel. Lo abro y, mientras recorro sus páginas, me encuentro tickets de compra casi borrados, dibujos de mi sobrino Diego, una postal de mi hermano Carlos desde Pekín y recortes de prensa que no sé cómo interpretar. Me gusta, no obstante, la idea de que los libros sean, además de libros, espacios y que en esos espacios quepan muchas cosas, no solo historias. Pero, sobre todo, me gusta que los libros sean aventuras capaces de convertir a sus lectores en aventureros que se adentran en sus historias como exploradores abriéndose camino en la jungla a golpe de machete o avanzando en una zona de arenas movedizas de donde no resulta fácil salir con vida. Esa es mi idea de la literatura: la de los libros que dan forma a su propio género, la de los libros que no fundan una única memoria porque cada lector combina sus elementos de una forma distinta y los entiende a su manera.
Hace unos días, antes de venir a la casa de mis padres, a casa, fui al Museo Reina Sofía a ver una exposición sobre el escritor Ernst Jünger y su estancia en París durante los años de la ocupación en la Segunda Guerra Mundial. Delante de las fotografías de oficiales de las SS posando al lado de alocadas francesitas con un corte a lo garçon y una sonrisa postiza pensé un par de veces en la pirámide que hoy en día sirve de entrada al Museo del Louvre, de las mismas proporciones que la de Keops. Pensé en la pirámide al sentir, ante las fotografías, las estilográficas y los cuadernos con cubierta de cuero desplegados minuciosamente en expositores, que no estaba viendo objetos artísticos, sino más bien objetos que pertenecían a los muertos, y que todo aquello, de ser arte, era a lo sumo arte funerario. Ahora me doy cuenta de la exactitud de mis sentimientos al ver a mis padres convertidos en faraones de Egipto y al notar que este libro, que hace años se propuso ser una biblioteca de la memoria, ha acabado convirtiéndose en una pirámide.
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