Dorothy Gallagher cuenta la historia real de su familia ucraniana en Estados Unidos y nos ofrece un libro delicioso de algo menos de 170 páginas. Sus herramientas son el humor, el estilo desenfadado y preciso y el recurso a episodios que funcionan como relatos aislados pero que, juntos, conforman una especie de autobiografía literaria. No suele ahorrarse dardos llenos de ácido cuando menciona a sus familiares (y ésa es una de sus virtudes); veamos un ejemplo:
No fue fácil detectar el momento en que mi padre empezó a perder la chaveta, porque siempre había sido un hijoputa más terco que una mula, como él mismo decía de cualquiera que tuviese una opinión ligeramente distinta a la suya.
Contar las vicisitudes de sus parientes (“Nadie en mi familia ha muerto de amor”, “La autobiografía del primo Meyer”, “Los lazos de Lily”, etcétera) le sirve también para retratarse a sí misma, manteniendo un tono entre mordaz y cariñoso que se agradece mucho, igual que en esos episodios que giran sobre sí misma (“De cómo recibí mi herencia”, “No”, “De cómo me hice escritora”, etcétera). Mi colega Alexander Zárate lo ha definido perfectamente consignándolo como “un álbum de fotografías en el que se combina, y alternan, tiempos y figuras”.
La traducción de Regina López, muy fluida, como es habitual, y la edición de Muñeca Infinita, convierten a esta obra en una de las ineludibles de la temporada. Aquí va el inicio del relato “La última india”:
Sí, casi todos habían fallecido, y sin embargo yo los veía por todas partes. “Ahí va otro de mis muertos”, pensaba al ver a una ancianita subiendo con dificultad a uno de esos autobuses de suspensión neumática. Dejándose la piel calle abajo con las pesadas bolsas de la compra. En una silla de ruedas, empujada por una cuidadora.
[Muñeca Infinita. Traducción de Regina López Muñoz]