miércoles, abril 06, 2022

El circo del Dr. Lao, de Charles G. Finney

 

 

Entonces vio una gran pancarta roja y negra sobre el camino entre las filas de tiendas que decía:

EL CIRCO DEL DOCTOR LAO

-Así que ése es el nombre del circo –pensó el señor Etaoin.
Todas las casetas eran negras y lustrosas, y no tenían forma de casetas o tiendas sino de huevos duros colocados en vertical. Comenzaban desde la acera y ocupaban todo el espacio disponible, cada una desprendiendo su gallardete de ondas de color en el extremo superior. No había tenderetes a la vista, ni vendedores de globos. No había ruido. Ni heno. Ni olor de elefantes. Ni peones aseándose con palanganas desportilladas. Ni mujeres ajadas friendo perritos calientes en puestos de mala muerte. Tampoco estacas para atar las cuerdas de las casetas con las que tropezar cada tres pasos.
Algunas personas permanecían ante la entrada, sin saber qué hacer; otras recorrían el recinto vagando por entre las filas de las tiendas. Pero todas las tiendas tenían las puertas cerradas. A la manera de capullos, protegían el secreto de sus misteriosas crisálidas. Y el sol caía a plomo sobre el recinto del circo de Abalone, Arizona.

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-Bueno, se llama esfinge. Pero estoy completamente segura de que no habéis visto una esfinge en el desfile.
-Sí que la hemos visto, mamá –dijo Alice–. Una esfinge de carne y hueso. Parecía una mujer asomándose desde un león. Iba tirando de un carro con un oso enorme.
-No era un oso –dijo Edna–. Era un hombre.
-Era un oso –dijo Alice.
-Era un hombre.
-Era un oso.
-Era un hombre.
-¡Ya está bien, por amor de Dios, dejadlo! –dijo la señora Rogers–. ¿Qué era, Willie, un hombre o un oso?
-A mí me pareció un ruso –contestó Willie.    

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El abogado Frank Tull era un hombre compuesto de muchas partes artificiales. Sus dientes habían sido hechos especialmente para él y habían sido insertados en sus encías por medio de una intervención quirúrgica. Sus ojos, muy débiles y enfermos, miraban el mundo a través de lentes bifocales tan gruesas y distorsionadas que sólo de ese modo podía corregirse la propia distorsión de los ojos de Frank y lograr que vieran con claridad. Tenía una placa de plata en el cráneo para tapar un agujero que se le había practicado para extirparle un tumor cerebral. Una de sus piernas era de fibra y metal, y venía a reemplazar a la de carne y hueso que su madre le había dado en su vientre. Ajustado a su abdomen llevaba un artilugio que servía para sujetar su hernia doble y así evitar que los intestinos se le cayesen. Un suspensorio evitaba que su escroto se le moviese indebidamente. Un cable de platino ocupaba el lugar del húmero en el brazo izquierdo. Cada dos semanas iba a la clínica a que le inyectaran o bien salvarsán o bien mercurio, según cuál hubiese sido la dosis de la antepenúltima semana, para impedir que la espiroqueta treponema palladium ejerciera un excesivo poder sobre su alma. Algunas veces requería masajes de próstata y debía someterse a irrigaciones anales para rectificar otro mal funcionamiento crónico de su mecanismo. De vez en cuando, debía hinchar su pulmón inútil con gas para mantener el sano en funcionamiento. Llevaba un aparato en su oreja para hacer los sonidos normales más audibles. El zapato de su pie bueno llevaba una horma de puente para evitar que se volviera plano. Un peluquín ocultaba la placa de plata de su cabeza. Le habían extirpado las amígdalas, las vegetaciones y el apéndice. Le habían sacado piedras de la vesícula, y le habían quemado un lunar cancerígeno de la nariz. Le habían extirpado las hemorroides, y le habían sacado líquido de la rodilla. A veces tenía que ser alimentado por medio de enemas; y cuando se le atascaban las vías respiratorias, había que practicarle un agujero en la garganta para que pudiese respirar. Llevaba su cabeza erguida gracias a un aparato ortopédico de acero, ya que su cuello estaba roto; y por esos días las uñas de los dedos de sus pies le crecían hacia dentro. Como miembro de la especie más espléndida que la vida ha producido hasta ahora, no sería capaz de conseguir su subsistencia de las plantas, ni mucho menos de competir por ella con las bestias. Como miembro de la sociedad en la que había nacido, era respetado y cuidado, y tenía garantizada la supervivencia porque, qué duda cabe, era un ejemplo de adaptación. Era marido, pero no padre; era esposo, pero no amante. Cien años después de su muerte, cuando abrieran su ataúd, todo lo que encontrarían en él serían alambres y cables.
Aparcó su coche, salió de él y cruzó la calle en dirección al circo para ver sus atracciones de engendros y freaks.

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Mambo Jambo desfiló seguido de su séquito. El sátiro pasó tocando la siringa. Las ninfas bailaban. La serpiente marina se enroscaba y se deslizaba suavemente. Moviendo sus alas, la quimera llenó la carpa con su humo. Dos pastoras iban conduciendo sus ovejas. Algo que parecía un oso llevaba en brazos a la sirena, que lanzaba besos al aire. El perro verde ladraba y jugaba. Apolonio iba arrojando pétalos de rosas. Con los ojos vendados, y sus serpientes retorciéndose sin parar, la medusa desfilaba también, guiada por el fauno. El polluelo del ave Roc retozaba divertido y piaba. Una anciana iba encaramada sobre el lomo del asno de oro. Una tortuga con dos cabezas, incapaz de decir qué camino quería seguir, deambulaba por el suelo. Era el grupo de seres más increíbles que la gente de Abalone, Arizona, hubiese visto jamás.



[Editorial Berenice. Traducción de Mario Jurado]