Siempre ha habido poblaciones itinerantes, trabajadores ambulantes, vagabundos, espíritus inquietos, pero ahora, en el segundo milenio, está surgiendo un nuevo tipo de tribu nómada. Personas que jamás imaginaron que podrían llevar una vida itinerante se han lanzado a la carretera. Han renunciado a vivir en casas y apartamentos tradicionales para instalarse en lo que algunos llaman “viviendas sobre ruedas” –camionetas, autocaravanas de segunda mano, autobuses escolares, furgonetas adaptadas, remolques o simplemente viejas berlinas–, huyendo de las disyuntivas imposibles a las que debe hacer frente la antigua clase media. Tales como verse en la tesitura de tener que decidir entre:
¿Comer o un tratamiento odontológico? ¿Pagar la hipoteca o la factura de la luz? ¿Pagar los plazos del coche o comprar medicinas? ¿Pagar el alquiler o el crédito suscrito para sufragar los estudios? ¿Comprar ropa de abrigo o pagar la gasolina para desplazarse hasta el lugar de trabajo?
Mucha gente optó por lo que de entrada parecía una solución radical:
Ya que no podían subirse el sueldo, tal vez podrían suprimir el gasto más importante y renunciar a una vivienda de ladrillo para vivir sobre ruedas.
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Conocí a Linda mientras recopilaba información para un artículo sobre una subcultura en expansión en Estados Unidos formada por ciudadanos nómadas de ambos sexos que viven de manera permanente sobre ruedas. Como Linda, muchos de esos espíritus errantes intentaban escapar de las garras de una paradoja económica: la colisión entre unos alquileres en alza y unos salarios estancados, el choque de una fuerza irrefrenable contra un objeto inmóvil. Se sentían acorralados, sin salida, al ver que apenas ganaban lo suficiente para cubrir el coste del alquiler o los plazos de una hipoteca después de trabajar jornadas agotadoras en empleos sin aliciente que consumían todo su tiempo, sin ninguna perspectiva de mejora a largo plazo ni la esperanza de poder llegar a jubilarse algún día.
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Yo la escuchaba atentamente, procurando retener la mayor cantidad de información posible. Esperaba que su relato me ayudara a encontrar respuesta para algunos interrogantes que me aguijoneaban: ¿cómo se explica que una mujer de sesenta y cuatro años que ha trabajado duro acabe sin casa u otro lugar de residencia permanente y tenga que recurrir a empleos precarios con salarios bajos para sobrevivir?, ¿obligada a vivir en un bosque alpino a casi 1.500 metros de altitud, en compañía de nevadas intermitentes y tal vez algún puma, en una minúscula caravana, limpiando retretes a merced de los caprichos de una empresa que puede reducir su jornada laboral o incluso despedirla a discreción? ¿Cuáles eran las perspectivas de futuro para una persona como ella?
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Expulsadas de la clase media, esas personas intentaban encontrar la manera de sobrevivir. Una búsqueda a partir de expresiones como “vivir con un presupuesto limitado” o “vivir en un vehículo o en una furgoneta” les conducía hasta el sitio de Bob. Y en una cultura que culpa en gran parte a las víctimas de sus desventuras, él les ofrecía palabras de aliento en vez de oprobio. “Hubo un tiempo –decía a sus lectores– en que teníamos un contrato social que establecía que, si una persona cumplía las normas (estudiaba, conseguía un empleo y trabajaba duro), todo iría bien. Ya no es así. Uno puede hacerlo todo bien, cumplir exactamente con lo que espera la sociedad y, aun así, acabar arruinado, solo y sin casa”. Y sugería que instalarse en una caravana u otro tipo de vehículo era una forma de objeción de conciencia contra el sistema que les había fallado. Podían renacer para llevar una nueva vida libre y aventurera.
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Las facturas sin pagar se acumulan en las mesas de la cocina de muchos hogares de todo el país. Las luces permanecen encendidas hasta entrada la noche. Se repiten y se repasan una y otra vez los cálculos, hasta el agotamiento y, a veces, las lágrimas. Los sueldos menos el coste de los alimentos. Menos los honorarios médicos. Menos la deuda acumulada en la tarjeta de crédito. Menos el consumo de agua, gas y electricidad. Menos los plazos del crédito suscrito para pagar los estudios y los plazos del coche. Menos el gasto más importante de todos: el alquiler.
[Capitán Swing. Traducción de Mireia Bofill Abelló]