Tucker se vistió al sol y volvió al campamento. La luz de última hora de la mañana se extendía por encima de su cabeza, tamizada entre los árboles como un líquido dorado. Se detuvo a media zancada. Algo no encajaba. Escuchó con atención, volviendo la cabeza en distintas direcciones, olisqueando el aire. Su cuerpo se calmó por sí mismo, una cualidad que había desarrollado en combate. Se quedó completamente inmóvil. Su intuición era lo que lo había mantenido vivo en Corea y había aprendido a obedecerla, a dejar que aquella especie de oculta conciencia del mundo dictase sus acciones. No vio nada, no olió nada y no oyó nada. Y de pronto entendió lo que iba mal: la ausencia de sonido. Los pájaros habían enmudecido.
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-Hay más formas de obtener respuestas –dijo Hattie–. Déjeme que le diga algo. No va a conseguir nada con preguntas de sí o no. La gente de por aquí no piensa de esa manera. Ese tipo de preguntas les hace creer que hay una respuesta correcta y otra incorrecta. Así que, para no cometer un error, no responderán.
-¿Desde cuándo ser honesto es un error?
-Desde que el que pregunta oculta alguna intención. Es lo que hace la policía. También los profesores y los médicos. Y es lo que está haciendo usted ahora. Yo no, y por eso confían en mí. Ya sé que es mi jefe, doctor Miller, pero en las colinas las cosas no son tan sencillas: quién manda y quién deja de mandar, si alguien trabaja o no, si una niña está triste o es feliz. Aquí no es blanco o negro. Es todo gris.
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Salió a fumarse un Lucky y a esperar a las aves nocturnas. Rhonda se unió a él. Una pareja que aún no había llegado a los treinta, con cinco hijos, los dos en el porche, sentados en mecedoras como unos ancianos. Rhonda nunca le preguntaba por sus expediciones de contrabando. No quería saber nada de los peligros a los que tenía que exponerse para mantener a la familia.
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Pero Tucker solo quería fumar y mirar por la ventanilla. No era ni diez años mayor que Jimmy y ya había estado en la guerra y en la cárcel. Se había ocupado del reparto de alcohol ilegal durante los últimos coletazos de los años salvajes, se había ganado el respeto de Tío Beanpole y tenía una reputación de honor y dureza.
[Sajalín Editores. Traducción de Javier Lucini]