Esa es nuestra forma de penar, hallamos la belleza no en los objetos mismos, sino en los claroscuros de la luz contrastando los objetos. Una joya fosforescente emite su brillo y colorido en la oscuridad, y los pierde a la luz del día. Sin la sombra, no existiría la belleza. Nuestros antepasados hicieron de la mujer algo inseparable de la oscuridad, igual que los objetos lacados o de nácar. Sumergían en la sombra cuanto podían, ocultando las extremidades bajo los pliegues de la ropa, solo el rostro quedaba a la vista. El cuerpo apenas torneado en comparación con el de las mujeres occidentales ciertamente no resultaría atractivo. Pero no pensamos en lo que no vemos.
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¿Por qué los orientales tendemos a buscar la belleza en la oscuridad? En Occidente también hubo una época en la que no disponían de electricidad, gas o petróleo; y que yo sepa no se produjo esa admiración por las sombras. Los fantasmas de Japón tradicionalmente nunca han tenido pies, los occidentales sí, aunque sus cuerpos son traslúcidos. Con esta mera sugerencia se puede entender cómo la oscuridad estuvo desde siempre presente en nuestra imaginación; en cambio, para los occidentales hasta los espectros son de colores claros y transparentes como el cristal.
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He escrito todo esto con la esperanza de que todavía quede algún lugar, posiblemente en la literatura o en el arte, en el que podamos compensar dichas pérdidas. Aunque solo sea en el campo de la literatura, me gustaría convocar ese mundo de sombras que ya se está perdiendo.
[Alianza Editorial. Traducción de Emilio Masiá López]