jueves, abril 09, 2020

Otra vida por vivir, de Theodor Kallifatides


La escritura está, sí, dentro de nuestra cabeza, pero también alrededor de nosotros, en las paredes y en los muebles, en el olor a café, en la luz de la lámpara. En días benditos todo es escritura, y en días malditos nada lo es.

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Como artista eres lo que eres mientras eres. Luego no eres nada. Ni los perros te ladran cuando pasas.

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¿Habría llegado la hora de dejar todo aquello? ¿De emigrar de mí mismo como había emigrado de mi país?
No podía dejar que otros tomaran esa decisión por mí. Pensaba en lo que había dicho Aksel Sandemose, un escritor al que yo amaba y admiraba.
"Quien pueda dejar de escribir, debe hacerlo".
Y yo, ¿podía dejar de escribir? ¿Quizá debería hacer acopio de paciencia, dejar que pasara la inactividad, permitir que se despertara en mí aquello que me había hecho escribir durante tantos años?

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Voltaire hablaba del derecho de los ciudadanos a expresar su opinión y a hacer la crítica del poder. A eso se le llama libertad de expresión. Sin embargo, la manera en que le hables a tu vecino no entra en esa categoría. Ahí hay siempre una frontera natural: el Otro. En todo lo que digas, en todo lo que hagas, has de tener en cuenta al Otro. Naturalmente que puedes ignorarlo, pero eso tiene sus consecuencias. Una de las más comunes es la hostilidad, el odio y, en algún momento, incluso la guerra. Y que te ocultes detrás de Voltaire, no ayuda.

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En una relación de igualdad no hay sino derechos recíprocos y obligaciones recíprocas. Respétame para que te respete, escúchame para que te escuche.

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Una cultura no puede ser juzgada sólo por las libertades que se toma, también se juzga por las que no se toma. Hay cosas que no se prohíben, pero eso no significa que se permitan.

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Cuando alguien comienza a salvaguardar la escritura, cuando se siente escritor, cuando cuelga letreros con su nombre en las puertas, es que está acabado. La escritura es como un manantial. Puedes ornamentarlo con estatuas, adornarlo con una preciosa fuente, construir alrededor del borbotón una placita y sembrarla de sicomoros. Pero nada de eso es lo que hace que el agua fluya. Es la presión desde las oscuras profundidades de la tierra la que crea la erupción del agua.

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No era yo quien estaba ahí, en esa terraza, sino lo que quedaba de mí. Mi tía era como un hermoso árbol que, expandiéndose, envejecía.
Yo, en cambio, había emigrado hacía cincuenta años y aún vivía en la emigración. Me había ido alejando de mí mismo. Me estaba convirtiendo en otra persona.


[Galaxia Gutenberg. Traducción de Selma Ancira]