Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de treinta toneladas.
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[…] y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos.
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[…] los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo.
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Si supiera escribir, haría un libro sobre la mayor suerte y la mayor desgracia de los hombres. Los libros me han enseñado, y de ellos he aprendido que el cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es, no porque no quiera sino porque va contra el sentido común. Bajo mis manos y en mi prensa expiran libros preciosos y yo no puedo detener ese fuljo. No soy sino un tierno carnicero. Los libros me han enseñado el placer y la voluptuosidad de la devastación, soy feliz cuando diluvia, me encantan los equipos de demolición, paso horas y horas de pie mirando cómo los dinamiteros hacen saltar por los aires manzanas enteras, calles enteras, como si hinchasen neumáticos gigantes, devoro con los ojos el primer segundo, cuando se levantan los ladrillos y las piedras y las vigas y un momento después las casas caen suavemente como vestidos desabrochados que se deslizasen por el cuerpo, como un transatlántico que se sumergiese en el mar tras la explosión de las calderas.
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[…] nos veíamos mejor en la oscuridad que con luz, a mí siempre me ha gustado la caída del sol, me parece el único momento en que pueda pasar algo importante, la luz del crepúsculo lo embellece todo, las calles, las plazas, la gente parece aterciopelada como las flores, como los pensamientos morados y amarillos, incluso a mí mismo me percibo más joven y de mejor ver, me agrada observarme en el espejo cuando oscurece, palparme la cara, entonces la encuentro lisa, sin arrugas en las comisuras de los labios ni en la frente; el crepúsculo aporta belleza a mi vida cotidiana.
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[…] ahora seguían trabajando con toda la calma del mundo, separaban flemáticamente el interior de los libros de las tapas y echaban sobre la cinta las horrorizadas y erizadas páginas, indiferentes e inmutables, sin darse cuenta del valor de cada libro, sin pensar que alguien lo habrá escrito, corregido, leído, ilustrado, impreso, compaginado y publicado, y que después otra persona habrá ordenado su aniquilación, lo habrá cargado en un camión y traído hasta aquí donde jóvenes obreros con guantes rojos y azules y amarillos y naranja extirpaban sus entrañas y las tiraban a la cinta transportadora, muda pero exacta, que a empujones conducía las páginas erizadas a la prensa gigante que las comprimía en paquetes que luego pasarían a las fábricas de papel donde los transformarían en papel blanco, puro e inocente, inmaculado y todavía no ensuciado por las letras, con el que más tarde imprimirían nuevos libros…
[Galaxia Gutenberg. Traducción de Monika Zgustova]