jueves, noviembre 14, 2019

La Costa de Chicago, de Stuart Dybek



La ruina era algo que se daba, como el acné o la vejez. […] La ruina, de hecho, podía verse como una especie de reconocimiento oficial, una admisión a regañadientes de que entre manzanas de fábricas, vías ferroviarias, muelles de carga, vertederos industriales, chatarrerías, autopistas y el canal de aguas residuales los habitantes de un barrio se las habían arreglado para llevar sus existencias.

[Del relato "Ruina"]

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Comparadas con las apariciones diurnas, las siluetas parecían casi invisibles, camufladas por la noche, sombras desprendidas de su contraparte corpórea que ahora vagaban libres, como sueños huidos de sus soñadores. Salían de viaductos las noches en que éstos exhalaban niebla y las tapas de las alcantarillas exudaban vapor. Oscurecían los portales ante los que se detenían. Cuando salían a la luz –siendo sombras, aunque sombras ya sin el respaldo de paredes ni rastro en las aceras– la lluvia, que caía oblicua entre el resplandor de farolas y letreros luminosos, rebotaba en ellas como perlas de electricidad fundida. Las luces de los faros de los coches se combaban en torno a ellas; los destellos de los relámpagos las perfilaban. El niño las sentía moverse por la calle y se preguntaba si esa sería la noche en que su despertar tendría sentido, la noche en que las siluetas entrarían por fin en el callejón, dejarían atrás la farola guardiana que giraba y se hundía, y se reunirían bajo su ventana, desde donde alzarían la mirada hacia su cara pegada al cristal salpicado de gotas, con ojos y bocas abiertas a una oscuridad semejante al agujero de una guitarra.

[Del relato 'Siluetas', contenido en "Noctámbulos"]

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Mis pintores favoritos eran los impresionistas. Los días en que tenía la sensación de que jamás encontraría trabajo, cuando desesperaba, me detenía ante sus pinturas y las contemplaba hasta casi tener la impresión de poder entrar en aquel mundo, de que si cerraba los ojos y luego los abría me descubriría despertando bajo la colcha roja del Dormitorio de Arlés de Van Gogh. Abriría los ojos en un cuarto de luz pastel para descubrir a la bailarina de Degas que había dormido a mi lado quitándose la combinación y metiéndose en la bañera. O despertaría ya entrando y saliendo sin preocupaciones de zonas de sombra delimitadas, uno más entre la multitud dominical que paseaba por la ribera de la isla de La Grande Jatte.
 
[Del relato 'Matar el tiempo', contenido en "Noctámbulos"]

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El insomnio es, hasta ahora, la única cuenta pendiente que tiene consigo mismo; es la pena que cumple cada noche por sus propias traiciones, sus pequeños fracasos, la mala suerte, la desesperación. Y el insomnio es también la amenaza de crímenes inauditos aún más amenazantes. Cuando oscurece, lo lleva junto al corazón, oculto como un arma. 

 
[Del relato 'Insomnio', contenido en "Noctámbulos"]

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El pasado se desplomaba a su alrededor; se descomponía, era demolido, arrasado. Caminaban junto a fábricas desoladas que ocupaban manzanas enteras, junto a muros de puertas descascarilladas, multicolores, levantados en torno a fosos inundados, pasaban el rato ante escaparates medio condenados de colmados que habían cerrado cuando ellos eran unos críos, aún con latas polvorientas en los estantes. Había cristales rotos por todas partes, acumulados en dunas en solares pequeños y hundidos en las alcantarillas. Hasta las vidrieras de la iglesia estaban remendadas con pedazos de contrachapado.
[…]
En ocasiones, al pasar junto a los huecos, se sentían como si ellos mismos ya no estuvieran allí del todo, medio perdidos pese a las conocidas marcas viales, sombras de sí mismos superpuestas sobre el presente, salvo que no había presente –todo eran escombros del pasado o futuro prometido– y caminaban como si flotasen, sin llegar a ninguna parte como si hubieran fumado demasiada hierba.
 
[Del relato 'Amnesia', contenido en "Hielo ardiente"]



[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]