martes, septiembre 04, 2018

El periodista y el asesino, de Janet Malcolm


La catástrofe que sufre el individuo entrevistado no es simplemente una cuestión de poco halagadora semejanza o falsa interpretación de sus ideas; lo que le duele, lo que lo encona y a veces lo empuja a extremos de venganza es el engaño de que ha sido objeto. Al leer el artículo o el libro en cuestión, ese individuo debe afrontar el hecho de que el periodista –que parecía tan cordial y simpático, tan agudo para comprenderlo, tan notablemente coincidente con su visión de las cosas– nunca tuvo la menor intención de colaborar con él sino que en todo momento se proponía escribir su propio artículo. La disparidad entre lo que parece ser la intención de una entrevista mientras ésta se desarrolla y lo que realmente resulta de ella es siempre un choque para el sujeto entrevistado.

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La tesis del libro, que queda sepultada por episodios como el que acabamos de citar, es la de que existe una clase de malhechor llamado psicópata, que de ninguna manera parece anormal o diferente de las otras personas pero que en realidad padece "un grave trastorno psiquiátrico", cuyo síntoma principal es la apariencia misma de normalidad con la cual se disimula el horror de su desarreglo. En efecto, detrás de "la máscara de cordura" no existe un ser humano real, sino que se trata tan sólo  de un simulacro de ser humano.  

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Lo que da al periodismo su autenticidad y su vitalidad es la tensión que hay entre la ciega entrega de la persona entrevistada y el escepticismo del periodista.

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¿Por qué el autor de un género goza de más privilegios que el autor de otro género?
La respuesta es: porque el autor de ficción está autorizado a gozar de mayores privilegios. Él es el dueño de su propia casa y puede hacer en ella lo que se le antoje; hasta puede derribarla si se siente inclinado a ello (como se sintió inclinado Roth en Las vidas de Zuckerman). Pero el autor de obras no ficticias es sólo un inquilino que debe atenerse a las condiciones de su contrato de arrendamiento, el cual estipula que debe dejar la casa –cuyo nombre es La Realidad– tal como la encontró.

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Toda obra de ficción se sustenta en la vida, así como toda obra no ficticia se sustenta en el arte.


[Gedisa Editorial. Traducción de Alfredo Báez]