miércoles, mayo 23, 2018

La Casa de las Alfombras, de Mario Crespo


Recordaba el mundo exterior como un haz de luz que deshacía las sombras proyectadas por los internos de su unidad y le parecía que aquel modo de vida era maravilloso. El principio del fin comenzó para él con un pequeño lunar que se extendió por su espalda hasta convertirse en una especie de caparazón de tortuga. El caparazón le obligaba a dormir de costado y cuando, por accidente, amanecía boca arriba, se sentía como un repugnante insecto. Los chicos de su barrio lo apodaron el Hombre Tortuga y se encargaron de propagar la existencia de semejante fenómeno por toda la ciudad. Unos tipos con brazalete blanco que se identificaron como funcionarios del IPLI llamaron un día a su puerta y se lo llevaron. Era apenas un muchacho.

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El Hombre Tortuga era consciente de que se había adentrado en un coto vedado de caza donde representaba el papel de presa. Se sentía como una liebre que huye de una manada de galgos escuálidos. Había sido capaz de sobrevivir a la cacería gracias al táser, pero entre los efectos colaterales de la refriega se encontraba la pérdida del arma, así como la de los víveres y el agua. Comenzaba para el joven una etapa aún más dificultosa que la del tramo anterior; una tribulación en una tierra controlada por depredadores humanos.

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La mujer le dedicó una media sonrisa cómplice y el gesto condujo a Gregor a la desconfianza. Parecía una mueca impostada; una trampa para mentes débiles que caían fácilmente en las redes de la belleza. Aun así decidió acercarse a ella. Cuando alcanzó su altura, se dio por fin cuenta de lo que sucedía: la mujer tenía dos caras, más bien tenía la cara partida en dos; un lado deforme y el otro bellísimo.
-Bienvenido a la Casa de las Alfombras –dijo sonriendo la mujer con dos caras.
Le parecía todo una broma; una manipulación orquestada por Bufón y don Santiago para burlarse de él y reírse a su costa. Una de esas cámaras ocultas. La casa de las alfombras era el cuento de su infancia, el que curiosamente se había encontrado deshojado las tierras de la anarquía; no podía ser cierto que la casa en la que se encontraba se llamase igual, a pesar de que Bufón le hubiera advertido que en Uru existía una Casa de las Alfombras.

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La descomposición destroza la dignidad de los hombres, los convierte en materia reciclable, en súbditos de una naturaleza que absorbe todo lo orgánico demostrando que ella es la única que se impone a la muerte. Aquello que antes tuvo vida, que existió, se convierte en una estructura sin más. En carne. Y la carne hiede si no se refrigera. Debido a ello, el hoyo que Gregor estaba cavando tenía que profundizar al menos un metro y medio; la distancia suficiente para evitar la resurrección del cuerpo un día de tormenta en que las aguas remuevan la tierra. Gregor midió el agujero utilizando como referencia su propia estatura y estimó que se acercaba al metro y medio. Luego salió de la tumba y empujó el cadáver con el pie hasta que cayó rodando en el hoyo. Al echar tierra encima pensó: "Ya somos uno menos".


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