miércoles, diciembre 27, 2017

Chourmo, de Jean-Claude Izzo


Yo no he creído nunca que los hombres sean buenos. Sólo que merecen ser iguales.

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Pensaba a menudo en el credo de Serge: "Donde hay rebeldía, hay rabia. Donde hay rabia, hay vida". Era bonito. Y en Arno quizás habíamos confiado demasiado. O no mucho. En cualquier caso, no lo suficiente como para que no viniera a vernos la noche en que decidió atracar una farmacia, en el boulevard de la Libération, arriba de la Cannebière. Solito, como un gilipollas. Y no con una pipa de bazar, de las de plástico. No, con una de verdad, bien grande y negra, de las que tiran balas de verdad, de las que matan. Todo eso porque Mira, su hermana mayor, tenía a los de desahucios en la chepa. Y hacían falta cinco mil papeles para que no la pusieran en la puta calle con sus dos hijos.

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Pero ahí estaba yo. Sin ilusión y siempre dispuesto a creer en los milagros.

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Yo sabía que, en ese mismo momento, ella caería en otro mundo. En el del dolor. En el que uno envejece definitivamente.

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Encendí un cigarro y cerré los ojos. Sentí inmediatamente la dulzura del sol en la cara. Qué bueno. Sólo creía en estos momentos de felicidad. En las migajas de la abundancia. No tendremos otra cosa que lo que podamos rascar de aquí y de allá. En este mundo ya no había sueños que valieran. Tampoco había esperanza. Y se podía matar a niños de dieciséis años a lo tonto y sin motivo. En las cités, a la salida de la discoteca. O hasta en una casa particular. Niños que nada sabrán de la fugaz belleza del mundo. Ni de la de las mujeres.

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Un inmigrante es alguien que no ha perdido nada, porque allí donde vivía no tenía nada. Su única motivación es la de sobrevivir un poco mejor.


[Ediciones Akal. Traducción de Matilde Sáenz]