Dejé la bolsa en el suelo y me quedé mirando al camarero. No se movió.
-Una pinta de bitter –dije.
Descruzó los brazos, extendió uno hacia una jarra de tamaño pinta y se dirigió cansino hacia los barriles, y, sin más esfuerzo que el estrictamente necesario, comenzó a echar la pinta.
-En copa de cristal, por favor –dije.
El camarero me miró, y el tipo que estaba sentado a la barra miró al camarero.
-¿Por qué demonios no lo dijo antes? –preguntó el camarero, aflojando lentamente la palanca del barril.
-Iba a decírselo, pero ha sido demasiado rápido para mí.
El otro tipo que estaba en la barra echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada breve y contundente.
El camarero se volvió hacia el tipo y luego hacia mí. El movimiento le llevó unos treinta segundos. Y tardó otros treinta segundos en decidir no llamarme hijoputa listillo. Buscó una copa de cristal, sirvió en ella lo que había en la jarra y acabó de rellenarla en el surtidor. Tras otro fascinante minuto, tenía la cerveza delante de mí.
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La cabeza del ataúd estaba justo en el centro de la ventana en saliente y el féretro dividía la habitación por la mitad. Junto al ataúd, y de cara a este, había una silla de comedor. Me acerqué hasta donde estaba la silla y miré hacia el interior del féretro. Hacía mucho que no lo veía. La muerte no parecía haberlo cambiado mucho; la cara simplemente reensamblaba las partículas del recuerdo. Y como siempre ocurre cuando ves a un muerto al que has conocido en vida, resultaba imposible imaginar que el cadáver tuviera nada que ver con su anterior ocupante. Tenía ese aspecto de porcelana. Me dije que si le daba unos golpecitos en la frente con los nudillos sonaría como una campanilla.
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-Te has enterado de lo de Frank, claro –dije.
-Sí –dijo aspirando el humo–. Una pena.
-¿Eso crees?
-Pues sí.
-¿Y qué sabes del asunto, Albert?
-¿Que qué sé?
-Exacto.
-Lo que he leído en el periódico. Así fue como me enteré. Igual que todo el mundo.
-Déjate de gilipolleces, Albert. Sabes que a Frank se lo cargaron a propósito.
Albert me clavó la mirada.
-Un comentario muy interesante, Jack –dijo.
-Dicho de otra manera: si se hubieran cargado a Frank, tú lo sabrías, ¿no? Igual que sabías que yo estaba en la ciudad. Igual que has sabido desde el primer momento que no me iré hasta que no haya aclarado las cosas. Y sé que a Frank lo liquidaron. Así están las cosas.
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-Mirad, muchachos –dije–. No os metáis en algo de lo que no podáis salir.
-¿Ah, sí? –dijo el patán.
Comencé a bajar las escaleras. El tipo me dio otro empujón en el pecho, solo que esta vez más fuerte.
-Él es más pequeño que tú –dijo.
-Y tú también –contesté–, así que ¿para qué arriesgarse?
El patán retrocedió para soltar un golpe. Pensó que el movimiento le haría parecer más duro, pero solo consiguió que fuera más lento. Le di un puñetazo en el estómago. Su peinado a lo Walker Brothers le cayó sobre la cara y cayó de rodillas sobre las escaleras. Su compañero observó cómo se derrumbaba por completo y, lentamente, volvió la mirada hacia mí.
-¿Tú también quieres? –dije–. ¿O solo vas de acompañante?
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-Estoy hablando de mi maldito hermano, Thorpey. De eso estoy hablando. ¡Así que empieza a largar o te vas a enterar de lo que es bueno!
Thorpey levantó la vista hacia mí, así que le crucé la cara tres veces. Levantó los brazos para cubrirse la cabeza y dijo:
-No, Jack. No.
-¿Quién lo mató, Thorpey?
-No lo sé. No lo sé.
-Pero sabes que lo mataron.
-No. No.
-¿Quién te pidió que me quitaras de en medio?
Negó con la cabeza. Volví a golpearlo, ahora un gancho bajo que le dio de pleno en mitad de la cabeza gacha.
-No, no me pegues, Jack.
-Entonces contesta a mi pregunta.
-Muy bien. Muy bien –dijo–. Te lo contaré.
[Sajalín Editores. Traducción de Damià Alou]