Todo libro no es más que la biografía de una idea del mismo modo que toda idea es siempre la biografía de una imagen, así que pongámonos en marcha.
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La fotografía y el cine –como casi todo– ya no son inocentes, ya no producen imágenes, producen heridas. Y para evitar esas heridas, Sophie Calle se sitúa siempre en una posición similar a la de Giovanni Drogo en El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, donde un oficial es destinado a la Fortaleza Bastiani, en una frontera antaño amenazada por el enemigo y sobre la cual pesa desde entonces la posibilidad de un asedio que nunca acaba de producirse a lo largo de la novela, como un acontecimiento suspendido, como una imagen suspendida.
Con sus revoluciones, guerras, golpes de estado, dictaduras y exterminios, el siglo XX se proyecta sobre nosotros como un siglo de imágenes de desaparecidos, de personajes de una novela de Patrick Modiano en la que la identidad es un territorio frágil e inestable. Con las catastróficas consecuencias del capitalismo indiscriminado, que ha continuado la tarea de borrarnos a todos sin apenas trámites, el siglo XXI será el de los detectives salvajes con quienes soñó Roberto Bolaño, o no será.
Y como premisa antes de seguir, asumamos que el borrado de las imágenes es tan dañino como su indiscriminada proliferación que reduce las evidencias nítidas que afianzan nuestras identidades.
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A estas alturas Walser continúa intrigándonos, por eso leemos su biografía e indagamos en su misteriosa obra, como si buscásemos en ella una solución a las desapariciones que nos rodean y de las cuales nadie parece darse cuenta. ¿Queremos de ese modo evitar nuestra propia desaparición? ¿Fue ese el motivo que me hizo interesarme por Danny Bloxton? Es posible. Aun así, era consciente de las radicales diferencias entre Walser y Bloxton, un escritor frente a alguien seguramente sin demasiadas aspiraciones. Víctimas de batallas muy diferentes, uno de la literatura, otro del capitalismo. La diferencia es obvia: la literatura puede silenciar pero nunca olvida por completo (a no ser que se quemen sus evidencias), mientras que el capitalismo borra sin titubeos a quienes le resultan prescindibles.
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[Sobre el rodaje de la película El sol del membrillo]: El azar y la necesidad jugaban al mismo tiempo. De ese modo se fue construyendo la película, que pasó de ser un cortometraje a ser un largometraje como por arte de magia, cuando se acumularon tantas cosas en torno a una imagen que se procedió a su escenificación y con ello a su borrado. Y entonces un fragmento de realidad se convirtió en una larga ficción, como les sucedió a las imágenes en cuanto apareció el cine.
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[Cita de Claire Dennis, que Hilario extrae de un número de Film Comment]: Siendo francesa, lo que más me atrae del cine norteamericano es su americanismo. El cine norteamericano está tan sólidamente construido como una casa con robustos muros, y además se concentra en lo que hay dentro de esa casa. Eso es lo que hace tan estimulantes a los directores norteamericanos. Sus películas proyectan energía, poder y realismo. Son sólidas. Por el contrario, las que yo hago son frágiles, porosas, abiertas. A menudo me gustaría estar en una posición más firme, en el interior de una fortaleza. Pero no tengo elección. Yo estoy afuera. No puedo evitarlo.
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Quienes hemos atravesado alguna vez un desierto en automóvil, con la radio encendida, sabemos que una simple canción es a menudo más valiosa que todo un libro de filosofía porque, además de ser como un tren que une ciudades, nos sirve para conectarnos emocional e intelectualmente con las cosas sin necesidad de utilizar el lenguaje.
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Lo mismo nos sucede si pensamos en nuestros antiguos álbumes fotográficos, organizados de manera precaria aunque a veces en ellos se produjesen saltos inesperados y encuentros imposibles; y los archivos donde hoy se almacenan imágenes en nuestros ordenadores, con órdenes casi siempre convencionales, cronológicos o espaciales. Somos conscientes de que los primeros pueden ser víctimas de un virus o de cualquier capricho aleatorio del mundo virtual donde los almacenamos. El álbum corre riesgos, está claro; pero más riesgos aún corre un archivo de imágenes en jpg. En lo táctil imponemos nuestras reglas; en lo virtual vivimos ante la inmensidad de los espacios infinitos, creyendo que algún dios de nuevo cuño vela por los intereses de nuestras "pertenencias".
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Ahora que vivo en Smithers, una pequeña localidad de Virginia Occidental donde los locales comerciales exhiben carteles de venta, traspaso o cerrado, donde los techos vencidos y las paredes agrietadas no tienen la misión de informarnos sobre un pasado glorioso suplantado por un presente tecnológico y mejor preparado para los envites del futuro, me cuesta creer no solo en las imágenes sino también en sus posibles enseñanzas.
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Ciertas imágenes, acaso las que definen el momento actual, han sido desterradas de la Historia con mayúscula y vagan en busca de nuevos territorios, a la manera de Charles Baudelaire, Walter Benjamin, Enrique Vila-Matas o W. G. Sebald, cartógrafos de los territorios menospreciados, de los pliegues donde el tiempo oculta otros tiempos, de espacios que –como la Zona de Andrei Tarkovski en Stalker (1979)– solo pueden verse desde afuera porque en su interior habita un vacío que no debemos perturbar.
Yo viví en uno de los apartamentos de la Torre de Mérida cerca de seis meses, compartiendo un hall de entrada con alguien a quien no llegué a conocer jamás. Realmente no se trataba de un apartamento sino de un piso normal que sus dueños habían dividido en dos para no tener problemas legales el día que decidieron divorciarse. Aunque mi vecino y yo vivíamos en el mismo piso dividido en dos, no tuvimos ocasión de vernos. Supongo que llegamos a saber algunas cosas el uno del otro. Pero en ningún caso tuvimos certezas sobre quiénes éramos, de dónde veníamos o por qué estábamos allí. Yo, por ejemplo, dejaba de leer cuando lo oía entrar. Y él bajaba el volumen del televisor cada vez que notaba mi llave introduciéndose en la ranura de la cerradura. Para escuchar. También nos acercábamos en ocasiones a las puertas de nuestros apartamentos y pegábamos las orejas, aunque no hubiésemos oído un sonido. Escribo en plural porque nunca dejé de tener la sensación de que aquel vecino desconocido y yo éramos duplicados perfectos el uno del otro.
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Es lógico que las transformaciones sufridas por el cine a nivel físico también hayan afectado a las historias que nos cuenta y a nuestra manera de preferir, dependiendo del momento en que nos encontremos, unas antes que otras. Lo importante es que seamos conscientes de cuándo, dónde y por qué hablamos o escribimos. No es lo mismo participar en una votación multitudinaria cuyo objetivo consiste en fijar un canon que proponer, como en este caso, una hoja de ruta personal y extravagante que le viene muy bien a este (y a cualquier) libro si pretende estar haciendo sus deberes, que no son otros que llevarnos a los territorios de siempre pero utilizando caminos poco o nada transitados.
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Una sola imagen puede a veces justificar la existencia de una película, por floja o fallida que pueda ser, como sucede con Who Killed Walter Benjamin?
[Editorial Micromegas]