Sigo con las novelas sobre James Bond escritas por Ian Fleming. Ya he leído 3 (Casino Royale, Vive y deja morir y Moonraker) y he comprado las 3 siguientes (Diamantes para la eternidad, Desde Rusia con amor y Goldfinger), y de todo ello voy dando cuenta en este blog.
Ya sé que no debería compararse una obra literaria con su adaptación cinematográfica, pero en el caso de 007 creo que es inevitable porque la imagen de Bond que tenemos es la que ha ido construyendo el cine y no la de los libros (novelas y relatos). Si Casino Royale, la que protagonizó Daniel Craig, se parecía bastante a la novela, Moonraker está muy lejos de la misma. Hace décadas que no veo la película, pero recuerdo a Roger Moore vestido de astronauta, al personaje gigante llamado Tiburón y a héroes y villanos flotando por el espacio. Nada de todo esto aparece en la novela, en la que el millonario Hugo Drax ha construido un misil nuclear, el Moonraker, y Bond primero debe descubrir las trampas que hace en sus partidas de cartas y tratar de derrotarlo con los naipes, pues a M le parece sospechoso que un hombre forrado de dinero necesite de trucos sucios. Por eso algunas de las primeras páginas se parecen a las de Casino..., con James Bond jugando de nuevo en la mesa y elevando las apuestas hasta límites que escapan a su control. A partir de entonces, y con la ayuda de Gala Brand, irá descubriendo lo que oculta Drax.
Tampoco en esta novela, como en las que ya comenté aquí, hay gadgets o desplazamientos por diversos países. Y 007 sigue sangrando, algo que (insisto) no era frecuente en las películas de Bond hasta que llegó Craig. E incluso hay una sorpresa final atípica: y es que, al acabar la novela, esta vez Bond no se queda con la chica, que ya tiene novio y está prometida. Es decir: el agente secreto de esta novela es alguien que tiene más boletos de perdedor que de ganador, y que a menudo salva el pellejo por un golpe de suerte.
En Moonraker hay menos "movimiento" (o acción) que en las dos anteriores, pero aun así uno disfruta mucho con las aventuras del personaje y con su carisma. Y, desde luego, con los diálogos y los monólogos, como este momento en el que Bond le suelta cuatro verdades al villano para enfurecerlo:
-Sí –respondió Bond, que observó con compostura el gran rostro rojizo del otro lado de la mesa–. Es un historial clínico digno de mención: paranoia galopante, delirios de envidia, manía persecutoria, odio megalómano y deseos de venganza. Por curioso que parezca –continuó en tono familiar–, puede que tenga algo que ver con tus dientes. Diastema, se llama. Se debe a que de niño te chupabas el dedo. Sí, supongo que eso es lo que dirán los psicólogos cuanto te ingresen en el manicomio. "Dientes de ogro", que te acosaban en el colegio y todo eso. Los efectos en los niños pueden ser extraordinarios. El nazismo ayudó a propagar las llamas y entonces fue cuando te reventaron la fea cabeza, en una estratagema que tú mismo planeaste. Y ya no hubo más que hablar, imagino. A partir de entonces te volviste loco de verdad, igual que la gente que se cree Dios. Su tenacidad es extraordinaria; son auténticos fanáticos. Y tú eres casi un genio. Lombroso habría quedado encantado contigo. Pero no eres más que un perro rabioso al que hay que sacrificar o, si no, te suicidarás. Es lo que suelen hacer los paranoicos. Una pena. Qué asunto más triste.
Bond hizo una pausa y mostró en la voz todo el desprecio que logró reunir.
-Y ahora continuemos con esta farsa, gigante peludo y lunático.
[ECC Ediciones. Traducción de Sara Bueno Carrero]