miércoles, diciembre 02, 2015

Reflexiones sobre morir y vivir, de Mark C. Taylor


Con el subtítulo "Notas de campo desde otra parte", Mark C. Taylor, espléndido autor norteamericano del que antes de publicarse aquí este libro no tenía noticia, construye una especie de mapa autobiográfico que parte desde el momento en que está a punto de morir y, milagrosamente, vuelve a la vida. Esa circunstancia, esa tregua, le empuja a valorar las cosas desde otros puntos de vista. Su estado es el de un enfermo crónico (diabetes, cáncer, etc), el de un hombre que ha resurgido y quiere narrar los aspectos más importantes de su vida.

La estructura del libro (a medio camino entre el ensayo filosófico y la autobiografía que no renuncia a las imágenes) es la propia de un diccionario. Taylor va eligiendo palabras y desarrolla lo que cada una de ellas evoca o le trae a la memoria.

Estamos ante una obra apasionante, tanto por esa estructura que le confiere un ritmo perfecto, como por las reflexiones y los aforismos que el autor va soltando, además de toda esa carga emocional que imprime a lo que cuenta sobre la familia, la literatura, las amistades, la enfermedad, el vacío, la creatividad, el fracaso… Es una especie de diario que debe leerse poco a poco, cogiéndolo de vez en cuando para disfrutar de una o dos entradas y luego dejarlo reposar. Aquí se puede acceder a las primeras páginas. Y aquí van unos pasajes: 

Reflexiones sobre morir y vivir es el diario de viaje de toda una vida. Después de un viaje así, nada, absolutamente nada, es lo mismo. Todo debe volver a considerarse y a evaluarse. La familia, los amigos, los adversarios, los colegas, los valores, las ideas, el trabajo, el juego, el éxito y el fracaso ya no son lo que antes parecían ser. Las cosas jamás vuelven a la normalidad porque el eje del mundo se desplaza, aunque sea solo muy ligeramente, y lo que se considera normal cambia. Incluso cuando el diagnóstico es bueno, la recuperación total sigue siendo un sueño ocioso. El problema, como sospeché durante un tiempo, no es encontrar un remedio, sino aprender a vivir con la imposibilidad de curarse.

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La vida se vive hacia delante pero se comprende hacia atrás.

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Nada sella más la muerte que las preguntas que no puedes hacer a los que se han ido.

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En un mundo en el que la velocidad es sagrada, ralentizar es revolucionario.

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Cuando reduces la velocidad y te tomas tiempo para reflexionar, te das cuenta de que la velocidad en general es tan destructora como creadora. El pensamiento serio nunca puede hacerse deprisa.

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Un día te levantas y te das cuenta de que tienes más libros en la cabeza que tiempo para escribirlos.

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Aunque siempre es singular, la última vez se repite sin fin. A veces lo sabes, pero la mayoría de veces no. La última oportunidad, la última clase, el último libro, el último baile, la última risa, la última vez que haces el amor, la última vez que ves a tu hija o a tu hijo, la última cena. La última lección que mi madre me enseñó –no una vez, sino dos– fue la importancia de la última vez.

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Una vez que he leído un libro, no puedo deshacerme de él, incluso si sé que nunca lo abriré de nuevo. El transcurso de mi vida puede leerse en los libros que ocupan mis estanterías: me he convertido en lo que son. Nadie más –ni las personas más cercanas a mí– comprende la historia, y sé que, cuando muera, mi biblioteca, y con ella yo, se dispersará más allá del recuerdo.

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El escritor verdadero busca obsesivamente la frase que hará que su vida valga la pena.

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La escritura que importa no consuela ni tranquiliza, sino que implacablemente nos convierte en lo que nos aleja.

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La obsesión que permite –no, requiere– escribir es tanto una maldición como una bendición. Los escritores ordinarios enfrentados a una página en blanco temen que las palabras no lleguen; los escritores obsesionados temen no parar nunca. Día y noche, noche y día, las palabras no dejan descansar al escritor. Llegan cuando quieren y donde quieren, desplazando los otros pensamientos e interrumpiendo el sueño que nunca es plácido.

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Cuando sufres una enfermedad crónica, las cosas nunca vuelven a ser normales; de hecho, finalmente te das cuenta de lo que hacía tiempo que sospechabas: no existe algo así como lo normal. La enfermedad nunca se va, nunca la reducen del todo, nunca termina. Las cosas son siempre imposibles de dominar y nunca las mantenemos bajo control. Y aun así debemos seguir adelante. La enfermedad crónica nos enseña que el desafío que la vida plantea no es encontrar un remedio, sino aprender a vivir con la imposibilidad de la curación.  

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Tratar con una enfermedad crónica te hace ir a lugares en los que nunca has estado y te obliga a hacer cosas que nunca imaginaste que harías.

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Nada, absolutamente nada, te prepara para las palabras: "Lo siento, tienes cáncer". Por más tiempo que haga que has previsto esta noticia, por más amablemente que se haya dicho, el mundo se detiene en el momento en que el mensaje llega. El futuro, que nunca es seguro, de repente aparece en blanco: de inmediato quedan suspendidos los planes, los proyectos y los programas. Una relación rota nunca reparada, un libro casi completado que queda inacabado, una nieta que no ha nacido y nunca se conocerá.

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Un amigo es la persona que se queda cuando todo el mundo se ha ido. Sabe cuándo llamar y cuándo no llamar porque está suficientemente cerca para comprender el valor de la distancia. Aunque puedan pasar semanas, meses, a veces años entre las conversaciones y las visitas, cuando los amigos reconectan, parece como si el tiempo no se hubiese movido.

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A veces, en momentos de crisis, aquellos que esperas que llamen no lo hacen, y aquellos de quien no lo esperas llaman. Cuando las cosas se estabilizan, es importante recordar quién estuvo allí y quién no.


[Ediciones Siruela. Traducción de Mar Rosàs Tosas]