viernes, octubre 30, 2015

La sequía, de J. G. Ballard


J. G. Ballard es uno de mis autores predilectos. Lo considero un genio. Su influencia es notable en muchas novelas, pero sobre todo en el cine: le deben mucho Waterworld, La carretera, la saga de Mad Max (especialmente la cuarta entrega, la apasionante Fury Road), todas las imitaciones posteriores de las películas de George Miller, etc; sin olvidar que, adaptándolo, Steven Spielberg y David Cronenberg lograron dos de sus mejores obras: El imperio del sol y Crash

Lo que me apasiona de Ballard, principalmente, es la importancia que le concede al paisaje en cada ficción. El paisaje es siempre uno de los protagonistas, un entorno que va mutando a medida que avanzamos en la narración, ya sea porque el planeta se inunda de agua y de follaje, sea porque prolifera la degradación de la materia, sea porque los hombres han transformado un edificio en un espacio tan opresivo como una cárcel…

En La sequía, donde el agua se convierte en el elemento más preciado, encontramos paisajes de chatarra, desiertos de sal, almacenes en ruinas, escombros mezclados con espinas de pescado, charcos donde agonizan peces, recovecos donde la basura y la naturaleza crean un paraje irreal, distinto, atractivo en su putrefacción.

La trama no es muy diferente de las películas sobre mundos apocalípticos. De lo que se trata es de sobrevivir y de escapar a la locura, como en Mad Max:

El paisaje de alrededor ya no era sitio para gente cuerda.

En estos escenarios, donde Ballard se muestra como un maestro de las descripciones, plenas de poesía y muy sugerentes, siempre cuenta el modo en que el tiempo se estanca por culpa de las condiciones del entorno:

Las blanqueadas facciones en las que no había dolor ni memoria, como si les hubieran quitado todo el tiempo pasado, le parecieron a Ransom una imagen de su propio futuro. Para Vanessa, como para él, ya no había ayer. De ahora en adelante, tendrían que inventarse un nuevo sentido del tiempo sacándolo del paisaje que emergía a su alrededor.

En algunos pasajes se pueden rastrear esas huellas que los cineastas han ido tomando. Por ejemplo, en las ropas del protagonista, que recuerdan a varias de las películas citadas:

Ransom se estremeció a la luz fría y trató de escurrir el agua de los harapos que llevaba bajo el traje de tiras de goma. Cosidas con tripas de pescado, las tiras se abrían en una docena de sitios.

En La sequía, los hombres se ven obligados a quitarse el agua y conducirla por pequeños canales hasta sus guaridas:

A menos que eligiera vivir de algas secas cinco días de cada seis, Ransom estaba obligado a ir al mar casi todas las mañanas a atrapar y robar un poco de agua.

Una y otra vez Ballard nos deslumbra con sus imágenes casi terroríficas:

La luz del sol brillaba en las planchas curvas de la proa del buque dando a los ojos de buey un aspecto vidrioso y opaco, como si fueran ojos de peces muertos. En verdad, este leviatán encallado, sumergido lejos del mar en una concentración de sal destructiva, se había estropeado como una ballena muerta expuesta diez años al aire de la playa. Ransom entraba a menudo en el casco buscando tuberías o piezas de válvulas, pero la herrumbre había invadido el cuarto de motores y las pasarelas, transformándolos en grotescos jardines colgantes de metal corroído.

En sus novelas, y creo que ya lo apunté antaño, el paisaje natural se va asemejando al paisaje mental de los personajes, de modo que si algo cambia en el entorno exterior, también lo hará en el interior de los hombres. Todo Ballard es fascinante. Acabo con otros tres fragmentos:

Como todos los purgatorios, la playa era una zona de espera, y las interminables extensiones de sal húmeda estaban succionándolos y reduciéndolos al núcleo más duro de ellos mismos. Estos nodos minúsculos de identidad centelleaban a la luz del limbo, la zona de nada que esperaba a que ellos se disolvieran y derritieran como los cristales que se secaban al sol.

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La playa era una zona sin tiempo, suspendida en un intervalo interminable, tan flácido y resistente como las dunas mismas. […] Las playas resecas, despojadas de toda posible asociación, de todo sentido del tiempo, parecían de algún modo un retrato fotográfico del mundo salino de la costa.

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La luz invariable y la ausencia de todo movimiento hicieron sentir a Ransom que estaba avanzando por un paisaje interior donde los elementos del futuro se ordenaban alrededor como los objetos de una naturaleza muerta, informes y libres de asociaciones.


[DeBolsillo. Traducción de Luis Domènech]