Al que más frecuentaba yo era a Claudio [Rodríguez], que tenía una cordial lentitud zamorana atemperada de cultura inglesa –había sido lector en Inglaterra– y que hacía una poesía en la que se aplicaban los límpidos esquemas de la lírica anglosajona a las realidades agrarias de la tierra de España, y concretamente de Zamora. El resultado era fascinante y Claudio me parecía estar siempre entre el whisky bien destilado de Dylan Thomas y el vino gordo de su pueblo.
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El humor era literatura en estado puro, lo que a mí me gustaba. Se podía hacer en casa o en el café, sin tener que ir a buscar la noticia a los estudios de cine, al bar de los teatros, a la calle. Había yo oído alguna vez que el humor se pagaba poco. En este pueblo de cafres, el humor y la metafísica no dan un duro. Aquí hay que hacer metralla política y mondongo sexual.
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Al novelista-novelista hay que leerle las novelas (leerle, no exigirle, que a nadie hay que exigirle nada). Pero al escritor-escritor hay que leerle lo que escribe, y si no usted se lo pierde.
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Había aprendido yo ya por entonces que la mujer es un problema de dedicación. No hay que ser guapo ni feo ni listo ni tonto ni rico ni pobre. Sencillamente hay que dedicarse.
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A las mujeres les damos amor, dinero, sexo, cosas, pero tiempo no les da nadie, salvo los cuatro desocupados que iban tras ellas en el Museo, en el café, en el Madrid turístico de julio. El desocupado es el que tiene mejor fortuna que gastar con las mujeres, porque la mujer, cuando anda el amor de por medio, no tiene nunca nada que hacer, lo olvida todo. La mujer es una altruista del tiempo, mientras que el hombre es un egoísta de su tiempo.
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La gloria literaria, sí, es una cosa de provincias porque en Madrid, como he dicho ya en este libro, el escritor no es nadie (aunque sólo en Madrid pueda ser alguien). Entre dos, tres o cuatro millones de personas, el escritor es un señor de gris que va distraído por la calle. En la pequeña ciudad de provincias el escritor es noticia.
La verdadera y única gloria que se conquista es la gloria literaria de provincias. Pero es una gloria celérica, ya digo, porque si no es celérica, si no te vas en seguida, al día siguiente le ves el revés triste a todo. Ves el revés triste de ti mismo, de tu gloria, ves que sólo has sido una gacetilla de un día, y que ya te han sustituido por un padre predicador que viene a dar unos ejercicios espirituales desde Roma o por una vedette que llega a enseñar su organismo.
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Poeta es el que sólo escribe cuando se le ha ocurrido una cosa. Prosista es aquel a quien se le ocurren las cosas escribiendo.
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Comprendí lo que ya sabía: que en este país te colocan tres adjetivos y dos frases y ya nadie varía eso en cincuenta o cien años de vida literaria.
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Luchar por el nombre, en España, es luchar por el tópico. Nunca se llega a la gloria ni a la fama ni a nada. A lo más que se llega es al tópico.
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Si has trabajado toda tu vida en libros que nadie ha leído y no has sido mal chico ni has dado disgustos políticos, al final el Ayuntamiento te pone guardias de gala en el entierro.
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Había que empezar donde él había terminado. En el desencanto.
[Austral]