La ciudad
como dolor de tripas. La pesadilla urbana como expresión de la vida misma y vil
de los órganos internos. Los siniestros borborigmos del vientre. Por qué
construimos las ciudades así. Por qué las queremos como son incluso cuando
están sucias. Porque
son sucias. Llenas de orines, de escupitajos. Sin sentido y funestas. Con eso
podemos sintonizar. Ahí va un principio: el cuerpo siempre está enfermo. Incluso
cuando se encuentra bien, o eso cree. Células que devoran células. Todo se
reduce a digestión. O indigestión. Lo que en la ciudad llamamos corrupción. Devoradores
que devoran lo devorado. Sobre todo en la tumultuosa oscuridad. Es una horrible
lucha a muerte en la que todo el mundo pierde. ¿Ciudades trazadas a cuadrícula?
La cuadrícula sólo es un revestimiento. Como el papel milimetrado. La ciudad
misma, por dentro, es toda bucles y curvas exasperantes. Desbordantes de
violenta vacuidad. Con frecuencia has cavilado sobre eso, en especial después
de cenar en el Star Diner. Reflexionabas aquella noche sobre eso cuando
recobraste un remedio de conciencia. Reflexionar no es la palabra. Tu
zarandeado cerebro, con su caparazón aporreado, era incapaz de reflexionar. Parecía
más un sueño sin imágenes sobre el dolor y la ciudad. Casi sin imágenes. Te pasaban
a través de un viejo proyector de cine. Tus entrañas laberínticas llenas de
crímenes estaban a la vista en alguna parte. Tus ruedas dentadas se bloqueaban
en el engranaje, desgarrándose. Tus pensamientos se bloquearon en el mecanismo.
Fundido en negro.
Robert Coover, Noir