Mi vida está llena de gente influyente y de compañías poco recomendables, me gusta dar el pego en las fiestas de lujo de mi patrón pero volver también a mi primer barrio en Moscú, cerca de una estación de metro por la que deambulan los vagabundos, donde algunos críos se venden por una bolsa de pegamento, donde la gente parece llevar el invierno enquistado en los ojos, aun en pleno agosto, y donde la pasma reparte hostias a quien se le antoja, a veces para limpiar el barrio, dicen, a veces para sacar tajada de todos los trapicheos que les dejamos a ellos, las migajas, apenas. Son peores que nosotros y, para colmo, siguen siendo unos muertos de hambre. Mi patrón lo sabe bien, porque tiene a varias comisarías en plantilla. Yo me mantengo siempre a la distancia adecuada de todo, no quiero que nadie me joda.
[Del relato “Pájaros que llegan a Moscú”]
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Ahora me quedan el armazón de esta casa, de la suya, una casa desvalida que se cae a pedazos, y el esqueleto de la camioneta. Y el de mi madre. Cuando terminó de consumirse, menuda como un pájaro, metí su cuerpo en un saco a los pies del roble del patio. Me quedé un rato sentado en el colchón, a su lado, mirando el guiñapo en silencio, bajo la gran sombra del árbol, todavía generosa antes del otoño. Después vacié un bidón de combustible sobre el saco y le prendí fuego. Ardieron el pellejo y el árbol, y así murieron el mismo día mi madre y el roble, bajo el que al día siguiente –algo más fríos el árbol y yo– enterré las cenizas y algunos huesos chamuscados.
[Del relato “En la boca del otro”]
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Esas cartas las lleva ahora en la bolsa de lona, en el cofre de hojalata contra el metal de la urna, papel contra ceniza, una voz contra el silencio en un todoterreno que atraviesa el páramo. Desde la semana pasada, desde la notificación oficial de la muerte y la última voluntad de su hermano pequeño, las viene leyendo con el mismo cuidado con el que un forense extrae vísceras del formol, sacando las cartas una a una de su cáscara de hojalata, despacio, a ratos, como sin querer acercarse demasiado, estudiando el cebo para no herirse la carne con el anzuelo de la mala conciencia, dando rodeos por si estuvieran escritas en un lenguaje embarazoso, por si vinieran a embadurnarle de arena los talones y a salpicarle de una espuma ya gastada.
[Del relato “Islandia”]
[Ediciones del Viento]