martes, noviembre 26, 2013

Lisboa song, de José Vidal Valicourt


Muerta la realidad, nos queda el simulacro, una multiplicidad de pantallas en blanco. Porque las pantallas también esperan.

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Amo la destrucción porque libera, abre huecos, espacios. De este modo el aire puede circular.

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Es importante que el corazón se encuentre en buenas condiciones y sonriente. La risa del corazón es fundamental. Todo antes que se convierta en una triste víscera petrificada.

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Tener en mente un gran proyecto: trazar la palabra desasosiego en las calles de Lisboa, y saber que la empresa es demasiado ambiciosa, que el trabajo quedará inconcluso, como las buenas conversaciones, como los amores más intensos, como los viajes de larga duración. El río exhibe su cansancio, su densidad más larvaria. Hombres que se acercan a la orilla y barajan formas de suicidio, musitan palabras que solamente ellos pueden comprender.

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Sólo confío en la fidelidad de los mapas. Tú sientes en términos de vectores. Hemos cruzado innumerables expolios y en el recuerdo: una habitación encalada. Sólo confío en la geografía y en las carreteras secundarias. Nunca tuve prisa en llegar. El día va siendo la lenta trituración de las frases lapidarias. Se rehabilitan los viejos estigmas y la mirada se torna distante, casi sabia. Nadie nos escribe. Nadie nos llama. Horas muertas que llenamos con palabras, fados y mornas. Se trata de afrontar las noches sin alcoholes ni sucedáneos de la euforia, con la sobriedad monacal de quienes han decidido resistir en el centro del desastre. Se trata de fundar una comunidad de solitarios que sepan mantener el tipo en el núcleo del insomnio. Aceptar el desorden de las imágenes, la metralla insospechada de las palabras. 

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No es fácil sostener la mirada de un ser que agoniza.

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Siempre las carreteras subordinadas, las que se desvían de los peajes y optan por el rodeo. Porque el rodeo es la verdad de todo viaje.

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Mira estas fotos: tenemos cara de culpables. Los ojos huidizos, mi barba desaforada, tu pelo alborotado de sal y semanas sin ser cepillado. Nunca nos duchábamos después de los baños en la playa. Conservábamos la sal adherida a nuestra piel. Nos gustaba oler mal mientras nos lamíamos, nos husmeábamos. Y nos reíamos de nuestra suciedad.

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Mi cerebro era una algarabía de voces en off, muchas de las cuales me enviaban mensajes contradictorios, fragmentos de guiones, doblajes de Bogart. Información-basura que nunca supe o pude o quise clasificar o archivar. La suerte del olvido, que a menudo supone un alivio, un respiro. Lagunas, zonas negras que ahí están como fracturas en el discurso, como socavones en el asfalto.


[Editorial Eutelequia]