viernes, agosto 30, 2013

El canguro alcohólico, de Kenneth Cook


La trilogía de “Relatos humorísticos de la Australia profunda” está formada por El koala asesino, El lagarto astronauta y El canguro alcohólico, todos ellos publicados por la misma editorial. Con el presente libro, pues, concluye un abanico de cuentos de estilo cómico en los que el protagonista suele ser el propio Cook (o su álter ego): un tipo que se define a sí mismo como cobardica, gordo, poco aventurero… Y, sin embargo, siempre anda metido en problemas. Porque se mueve por tierras australianas, donde no se sabe qué es más peligroso: si enfrentarse a un animal salvaje o si tropezar con algún bebedor local.

En esta última entrega, en la que hay más tropiezos con hombres que con bestias, nos encontramos con “Codos” Jones, un fulano que echa pulsos mientras se embriaga y que posee unos antebrazos larguísimos; con un piloto que tiene una fobia excesiva a cualquier animal o insecto del planeta; con un hombre que abre un restaurante en el que las mesas están atornilladas a una plataforma que gira… Son, en total, 14 relatos en los que siempre campa lo insólito, lo delirante y lo grotesco, y en cuyas páginas se incluyen admirables ilustraciones originales de Güido Sender, que también es el traductor del volumen.

Cook jamás olvida el humor y su primera habilidad consiste en enganchar bien al lector en cada arranque. Ejemplos: Nadie ha robado jamás un coche en Tennant Creek, por la sencilla razón de que no hay adónde llevárselo. O: Es probable que el origen de mi profundo temor hacia todos los animales australianos resida en el hecho de que en la infancia me relacionara con un canguro alcohólico. O: Una vez estuve doce horas atrapado en un duelo de ingenio con una rata antropófaga en una cabaña de las Montañas Nevadas en medio de una tormenta de nieve. Y os dejo con un fragmento más largo, perteneciente al cuento en el que el protagonista, por error y descuido, roba un coche ajeno:

Apenas había logrado llevarme la botella a mis trémulos labios cuando oí el chirrido de unos frenos, el golpe seco de las puertas de un coche al cerrarse, y vi entrar en el pub a los hombres más grandes, feroces, feos y enfadados que haya visto jamás. Su ímpetu era tal que se quedaron atascados en la puerta. Mientras se desatascaban tuve la tentación de huir dando gritos, como suelo hacer cuando me enfrento al peligro. Pero no había dónde ir.
Todos los presentes mirábamos inmóviles a las tres bestias que luchaban en la puerta: los demás observaban la escena con interés y en silencio, mientras que yo lo hacía sumido en el terror más atroz.
Por fin consiguieron atravesar la puerta. Los tres llevaban camisetas imperio negras, la manera elegante de vestirse en esa región. Uno de ellos, al que identifiqué como Tommo porque llevaba una vieja y enorme escopeta, gritó con una voz que sonó a crucero colisionando contra un rompeolas:
-A ver, ¿quién es el hijoputa?
Observó a los bebedores locales, vestidos también con camiseta imperio negra o con el torso desnudo, pantalones cortos o tejanos, con botas o descalzos, todos ellos curtidos y enjutos.
Me observó a mí: corpulento, pantalones de franela gris, camiseta blanca, zapatillas deportivas.
No hubo más preguntas. Antes de que pudiera chillar me encontré acorralado contra la barra, con Jack y Bill sujetándome los brazos y el cañón de la escopeta hundido en la barriga.


[Sajalín Editores. Traducción de Güido Sender]