Todos los jueves
Después de llorar lo justo, después de aprender a
no perderse por los pasillos del super y a no ahogar con lamentos nocturnos a
los clientes del taxi, cuando en definitiva aceptó resignado su condición de
viudo, Ángel decidió hacerse un fijo de la enmoquetada desesperanza del Oasis,
una vez por semana. A la tibia luz de la necesidad, sentado ritualmente en
aquella barra imperfecta, cada noche de jueves se bebía un par de gintonics a
la salud de sus carencias. Patético homenaje, quizá pensó alguna vez al recordar,
que había sido precisamente un jueves de no hacía tantos años cuando Reme,
cansada de tanto silencio doméstico y de tanto cáncer, se dejó morir.
El Oasis quedaba al lado de la carretera, cerquita
de la entrada a la AP-7, y tenía una barra en forma de "u" coja en
uno de sus lados. Al fondo a la derecha de aquella penumbra, tras una puerta
decorada con mil teselas de espejo, se accedía a los urinarios y al piso
superior, en donde se encontraban las habitaciones de las chicas.
Los jueves no libraba Jalilah, la negra africana
que de vez en cuando trataba de convencerle, sin muchos esfuerzos, de que
entrara con ella y se dejase hacer una mamada. La joven acabó por tomarle un
cariño casi filial. A Jalilah, los hutus la dejaron sin padre -al que cortaron
las orejas y la nariz antes de degollarlo- cuando ella apenas contaba con seis
años. A ella la violaron repetidas veces.
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Nocturno
Cena frugalmente. Se lava los dientes a toda prisa,
y aprieta el paso al cruzar el recibidor, saliendo de casa a toda velocidad
camino a la entrada del metro, esa boca acogedora y felizmente iluminada.
Recorre tres estaciones, como pudieran haber sido cuatro, o cien, o mil.
Discurre entre calles de las que no conoce ni el
nombre, y por plazas de una ciudad que bien pudiera no ser la suya. Se detiene
ante escaparates que no logran captar su atención, con la única intención de
ganar o perder un poco más de tiempo. Visita barrios que jamás pensó que
visitaría. Comparte aceras peligrosas con gente de vino áspero y con seres de
sexo clínico. Resbala en la miseria de otros que antes fueron como él, y se
trastabilla en los recuerdos que dejaron flotando en el aire a modo de migas de
pan, quienes infructuosamente trataron de regresar del lugar del fracaso.
Sometido al frío de todas las noches invernales,
aprieta las manos dentro de los bolsillos y se emboza con las solapas del
abrigo. Tras el gesto sospechoso, un coche patrulla aminora su marcha y se le
acerca. Desde el interior, el agente que no conduce percibe, no tanto su
peligrosidad, como su deriva en el rumbo. Ni le molestan.
Circunda monumentos, visita verjas de antiguos
colegios, portales de antiguos trabajos, iglesias donde alguien, quizá él, un
día se casó. Sorprende en la puerta de los quioscos titulares de prensa recién
amanecidos, y se toma un carajillo en la misma barra en la que se premian así
mismo los del servicio de limpieza.
Antes del amanecer, regresa en un desangelado bus
acunado por las lejanas voces de una radio. Desanda el tiempo recorrido y, tal
como ha hecho estas últimas tres noches, vuelve a casa en silencio.
Se santigua al entrar tratando de espantar sus
males, y cruza de nuevo con paso vivo el recibidor para que no le tiente el
deseo de releer, una vez más, la nota de adiós que Nerea le dejó la otra tarde,
mientras él estaba en el trabajo. Antes de ducharse y salir hacia la oficina,
entra en el dormitorio, deshace la cama, e inmediatamente vuelve a hacerla de
nuevo.