La primera vez que vimos a Agustín García Calvo mi hermano y yo éramos
pequeños (y mi hermana ni siquiera recordará el encuentro), unos críos aún. Íbamos
con nuestra madre por las calles de Zamora cuando ella se detuvo para hablar con
un hombre de aspecto estrafalario. Por aquel entonces mi hermano y yo, además
de niños, éramos bastante cabrones. Y nos reímos de él a sus espaldas: “Vaya
tipo más raro”, le soltamos a nuestra madre, entre otras lindezas que no
recuerdo. Entonces ella, como siempre hacía, nos dio una lección: nos amonestó,
dijo que no nos burláramos de aquel señor, pues era alguien ilustre en la
ciudad, un escritor, un filósofo, un artista, un poeta.
Años después, cuando yo ya
trataba de escribir mis primeros libros, mi madre pintó al natural un retrato de AGC. Para entonces sabía de sobra quién era él y a mí me movía el
respeto, no sé si la veneración. Me lo presentó en la calle y le dijo: “Quiere ser
escritor”. Agustín meneó la cabeza, como si yo estuviera loco, y comentó algo
que he olvidado. Desde entonces lo vi a menudo: caminando por las calles de
nuestra ciudad, dando alguna charla en una feria del libro, etcétera.
En otra ocasión coincidimos en los estudios de Radio Zamora. Por entonces
yo colaboraba en una tertulia literaria y Marichu García me dijo: “Luego
tendremos aquí a Agustín García Calvo. ¿Quieres quedarte a escucharlo?”. Marichu
apreciaba muchísimo a Agustín, y su colaboración es una de las pocas que
mantuvo en la ciudad: era difícil atraparlo, no se prestaba a participar en
libros colectivos, ni a sumarse a todo lo que conllevara a la masa (salvo si
creía a fe ciegas en ello y olía a revolución: como la defensa del ferrocarril
o las movilizaciones del 15-M). Por supuesto que me quedé allí, en la misma
mesa, mientras él arremetía con todas aquellas celebraciones que sonaran a popular
y que hedieran a capitalismo. No siempre podía uno estar de acuerdo con él
porque iba contra demasiadas cosas. Pero jamás dejó de ser coherente con sus
ideas. Coherente, lúcido y certero.
También hubo un tiempo en el que busqué numerosos artículos suyos, algún
ensayo, etcétera. En alguna que otra columna, probablemente sin mentarlo,
sostuve alguna idea contraria a la suya. Yo no era un fiel lector de Agustín. Lo admiraba
más como persona, como personaje, como ser humano anárquico, como Rebelde con
mayúsculas. La primera ocasión en que pude asistir a una charla suya salí
flipado: la voz profunda, la entonación precisa, su lenguaje culto pero
inteligible, su modo de hablar… me hicieron creer que estaba ante un actor
dramático de la época de Shakespeare.
La última vez que lo vimos fue en la estación de trenes de Madrid. Nunca
me saludaba, tal vez porque no recordara nuestros encuentros o
le dieran igual. Agustín iba a lo suyo. Esperaba el tren junto a su mujer y
subimos al mismo transporte que nos llevaría a Zamora. M. comentó: “¿Ése no es
Agustín García Calvo? Parece que está muy mayor”. Lo parecía. Parecía cansado,
aunque aún combativo: prueba de ello es el vídeo que grabaron mientras hablaba
para el pueblo en Sol, con motivo del 15-M. En él se muestra a un guerrero de
la palabra.
En nuestra tierra no hay rastros de su obra ni de su nombre. O yo no lo
recuerdo. No le erigieron esculturas (y algunas personas aún vivas sí la
tienen), ninguna calle lleva sus apellidos, no hay placas ni bustos ni nada que
lo honre. Es una de las características de nuestra ciudad. Uno de los síntomas
de su decadencia progresiva. Tampoco creo que él se hubiera prestado: huía de homenajes y demás celebraciones.
Tiene sentido todo esto que cuento. Que yo pasara de la mofa a la
admiración. Que la primera vez que lo viese fuera junto a mi madre y mis hermanos,
en las calles de Zamora, por donde paseaba a menudo y de donde ambos somos
oriundos. Que la última vez que lo viese fuera junto a mi mujer, en la estación
de su amado ferrocarril, en Madrid, donde él también residía. También tiene sentido que el cuadro que mi madre pintó fuera uno de nuestros favoritos, mío y de ella.