Estamos ante una novela de culto, que fue adaptada al cine
(La casa encantada, La guarida) y sirvió de inspiración para
algunos escritores (entre ellos, Stephen King y Richard Matheson). No es de
terror, no da miedo, pero su lectura resulta inquietante. Si uno está leyendo a
solas en casa este libro, en algún momento mirará por encima del hombro. Esa
sutileza es la mayor virtud de la autora. Pero os dejo con un diálogo entre dos
de sus protagonistas:
-No existe peligro
físico alguno –dijo el doctor con seguridad–. Ningún fantasma en la larga
historia de los fantasmas ha dañado jamás a nadie físicamente. El único perjuicio
suele ser el que la víctima se inflige a sí misma. Uno ni siquiera puede decir
que el fantasma ataca a la mente, porque la mente, la mente consciente y
pensante, es invulnerable; en nuestras mentes conscientes, mientras estamos
aquí sentados charlando, no existe ni un átomo de creencia en los fantasmas.
Ninguno de nosotros, incluso después de lo de anoche, es capaz de decir la
palabra “fantasma” sin sonreír involuntariamente. No, la amenaza de lo
sobrenatural estriba en que ataca el lugar en el que la mente moderna es más
débil, allí donde hemos abandonado la armadura protectora de la superstición
sin haber levantado ninguna barrera de defensa sustitutiva. Ninguno de nosotros
cree racionalmente que lo que atravesó corriendo el jardín anoche fuera un fantasma,
ni que lo que llamó a la puerta fuera un fantasma, y sin embargo no nos cabe la
menor duda de que algo sucedió anoche en Hill House, y el refugio instintivo de
la mente, las dudas acerca de uno mismo, queda eliminado. No podemos decir:
“fue fruto de mi imaginación”, porque hubo otras tres personas presentes.
-También podría
decir –aportó Eleanor con una sonrisa–: “Ustedes tres son fruto de mi
imaginación; nada de esto es real”.
[Traducción de Óscar Pálmer Yáñez]