jueves, septiembre 20, 2012

Piel roja, de Juan Gracia Armendáriz




La visita de los nefrólogos no espanta ningún miedo; antes bien, los acrecienta: infiero que están a la espera de los resultados que determinarán a qué nuevas pruebas deberé someterme. El miedo es la vaguedad de sus explicaciones, la escasa información, la actitud distante, la rapidez con que efectúan las visitas, a fin de evitar las preguntas y dudas del paciente. Cuando me dejan solo, bajo a la calle, me tomo un café de verdad y compro el periódico.

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Todo diario tiene su “contradiario”: aquello que permanece bajo la línea de flotación del texto y que el escritor salvaguarda de la exposición pública. Es el contrapeso de una narración liberada de lo íntimo. Se me figura que lo escrito y lo silenciado se alimentan y conviven en un diálogo que el lector adivina. Quisiera que el lector intuyera esos cimientos que, bajo tierra, sustentan estas páginas. Un diario nunca es un desnudo integral, pues ciertos asuntos no deben ser contados. Un diario es un relato. Tal vez quede en la superficie del texto cierta temperatura humana, como el vaho que desprende el cuerpo de un caballo tras una larga carrera invernal, el calor húmedo y un poco pegajoso que se adhiere a los dedos del lector.

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Día doscientos noventa y tres
Ella guarda secretos que sólo conocen las campanas de una aldea de Galicia. Ella mantiene firme el pulso a una casa que pesa tanto como el odio. Ella conoce el lenguaje de las tortugas. Ella cría ratones rusos que se mueren de indigestión o abrasados por el sol del verano. Ella tiene buen oído y canta en la ducha canciones de Joaquín Sabina, que a mí no me gustan. Ella tiene un perro ciego. Ella quiere ser feliz, busca amor y lo da a raudales. Ella teme al pasado, que la acecha en forma de merodeador. Ella habla en sueños. Ella mantiene bajo la sombra de un olivo centenario dos hijos que la quieren y protegen. Ella tiene sueños premonitorios. Ella me hace un hueco en su corazón agrietado.