Darin Strauss, escritor ya ampliamente reconocido en
Estados Unidos, hace aquí una especie de crónica o testimonio de sus años de
juventud, cuando una desgracia trastocó su vida para siempre. Strauss conducía
un coche a los 18 años cuando Celine, una chica que estudiaba en el mismo
instituto que él, se le metió con su bicicleta delante del vehículo y él no
pudo esquivarla. La atropelló. Strauss mató a la chica involuntariamente. Fue
un accidente y él resultó eximido de culpa. Pero aquello lo marcaría durante
años porque, aunque él no estaba muerto como la alumna, tuvo que afrontar los
rumores, las miradas recelosas de sus compañeros, la compasión de su familia,
el dolor de los padres de ella, y sobre todo la culpa, que fue devorándolo
durante años. Libro de no ficción, por tanto, Darin Strauss ha reunido el
coraje suficiente para escribirlo; tardó años en decidirse a afrontarlo, cuando
ya se había convertido en un célebre novelista. No os fiéis de la cubierta, tan
parecida a esos best-sellers dramáticos que algunos rehuimos. Este libro es
otra cosa. Conmueve, e incluso cuenta con el beneplácito de Nick Hornby. Un extracto:
Un artículo del New
York Times de septiembre de 2009 afirmaba
que, por término medio, cada muerte ocurrida en Estados Unidos afecta
profundamente a otras cuatro personas. De los supervivientes que se ven
afectados, alrededor de un quince por ciento “apenas son capaces de hacer su
vida”. Y este sufrimiento profundo –que se prolonga y se prolonga, y no ofrece
“valor de redención”– ha recibido un nombre para distinguirlo de lo que solía
llamarse dolor: trastorno complejo de aflicción.
Trastorno complejo
de aflicción suena mucho más contundente de lo que yo padecía; aunque quizá se
aproximaba bastante a lo que padecían los padres de Celine. (Es crónico e
intenso. Consiste en que una persona decide que, puesto que sus seres queridos
ya no pueden caminar por las calles, ellos tampoco tienen derecho a caminar por
ellas. Una madre declaró al Times:
“Eric ya no tendría más cumpleaños; ¿por qué iba a tenerlos yo?”)
El tratamiento
aplicado a esta afección es una variante excepcionalmente rigurosa de la terapia
basada en hablar. Y quizá, también un gran avance: los terapeutas obligan a los
pacientes a revivir los detalles de la muerte, y les hacen repetir, delante de
ellos, los pormenores de su dolor ante una grabadora. Después el paciente pone
la cinta grabada –esa emotiva crónica de su congoja– todos los días, en casa. A
primera vista, parece una especie de práctica religiosa o de tortura. Pero,
según el Times, la terapia es
totémica. No se basa en grabar la cinta ni en escucharla. Se basa en la
posesión, en tener la historia guardada en un sitio.
[Traducción de María Corniero]