En mi educación
sensorial incluyo mi conciencia física de la palabra, de cierta clase de
palabra: es decir, de la conexión que guarda con aquello que representa.
Alrededor de los seis años, quizá, esperaba sola en el jardín a que llegase la
hora de cenar, justo en esa hora en la que a finales de verano el sol se intuye
bajo el horizonte y la luna llena se define, iluminándose. Llega un momento, y
a mí se me reveló entonces, en que la luna se transforma, y pasa de ser plana a
ser redonda. Fue la primera vez que mis ojos la identificaron como un globo. La
palabra “luna” se me precipitó a la boca como servida en cuchara de plata.
Exhibía la redondez de una de las uvas moscateles que el Abuelo, en Ohio, cogió
de la parra y me entregó para sorber todo su jugo, desprendiéndola de la piel
para tragar la pulpa entera.
[Traducción de Miguel Martínez-Lage]