Malcolm Braly fue uno de los reclusos de Folson y San
Quintín y, como otros autores reinsertados en la vida civil y en la literatura,
escribió sobre su experiencia en las cárceles. Sin embargo esta novela,
admirada por Truman Capote y Kurt Vonnegut, con epílogo del reputado Jonathan
Lethem, se aparta de lo convencional en algunos aspectos. Para empezar, la
narración está escrita en tercera persona. No se centra en un protagonista con
el que los lectores, de algún modo, puedan identificarse, sino que hay un
reparto coral, son varios los personajes a los que sigue el autor, y cada cual
es más despreciable, más raro, más canalla que el resto… Por eso la impresión
es extraña durante la lectura de esta novela, trenzada con precisión y con la
sabiduría de quien se ha comido muchas horas tras los barrotes.
Como en una especie de Short
Cuts o Vidas cruzadas de las penitenciarías,
la narración alterna a todos esos reclusos y nos va ofreciendo un cuadro de la
vida en la cárcel, de cómo se reparte el poder, de cómo unos muerden el polvo y
otros sobreviven, de cómo unos esquivan a quienes quieren cogerles el culo y
otros, reacios a la práctica homosexual, acaban medio enamorados de los reclusos
que van de chicas. Ignoro si Braly utiliza motes reales o si se los inventó
para el libro; en cualquier caso, me asombra la riqueza y la originalidad de
los apodos de los personajes: Hielo, Caramelito, Sociedad Rojo, Palo, Gasolino,
Flaco Higiénico… Para un análisis riguroso, recomiendo no perderse el epílogo
de Lethem. Un fragmento:
Hielo se levantó y
se dirigió a los barrotes. Extendió los brazos y los agarró con las manos,
quedando de manera inconsciente en la pose clásica asociada a todos los presos,
pero en la suya no había desesperación alguna, ni súplica ni desafío: los
agarraba con la misma rutina que el que viaja a trabajar en autobús se coge al
agarradero para no caerse. Sintió el repentino impulso de mirar hacia las
estrechas franjas de luz, y se quedó contemplando los neones parpadeantes, y
los fríos fluorescentes azules que marcaban el discurrir de una autopista
oculta. Con esa conciencia aguzada le pareció extraño, un monstruo creado por
su propia percepción, pensar en la gente que iba en los coches que pasaban por
la autopista, extranjeros en una tierra lejana, solo a una milla de distancia.
Aquello le recordó la primera vez que pasó de un estado a otro, de Arizona a
California, cuando su madre lo llevó al oeste con la esperanza de encontrar a
su padre.
[Traducción de Damià Alou]