Escribo sin mirar el
cuaderno. Granjas. Árboles recortados sobre el cielo, cielo reflejado en el
río. Verde y gris, ocres en los pequeños jardines. Y tierra arada, limo de
terrones oscuros, grasos. En este trayecto de Bruselas a Ostende, soy eterna.
Soy eterna en mi estirpe y en éstos que aquí me son sin conocerme, y no es
preciso: un pueblo se hace con pequeños gestos aprendidos y repetidos por
todos, gestos ínfimos, cumplidos en la intimidad de cada cual, pero sabidos por
todos. Un pueblo se hace con ese saber del otro acerca de todos. Lo demás es
aquello donde la soledad se fragua. La locura como individualidad remitida a sí
misma. La libertad es saber preservar, en soledad, los márgenes.
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La solidaridad, como
valor o como norma, en una sociedad donde se prima la competitividad es un
contrasentido. Si pretendemos educarnos en la solidaridad, sería conveniente,
ante todo, reemplazar los modelos de competición por otros más igualitarios.
Trocar el paradigma vertical (jerárquico, ascendente y descendente:
éxito-consideración/fracaso-desprecio) por otro, horizontal. La igualdad de
oportunidades no ha de confundirse con la igualdad social. Pero el sistema de
consumo se contrapone radicalmente a los valores de equiparación o
igualitarismo; no se sostiene sin las diferencias porque necesita de individuos
que quieran distinguirse y consuman, para ello, productos de toda índole. La
desigualdad es la piedra angular del sistema de consumo. Virtudes como la
modestia o el recato no tienen, por ello, lugar en él. Son valores designados
como obsoletos porque, simplemente, no convienen.
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Nos vamos, pero las
cosas permanecen, y otras personas siguen viviendo entre ellas y utilizándolas.
Los pomos de las puertas, por ejemplo, esos pomos característicos de las casas
belgas. Durante años, después de habernos ido, otros siguieron cerrando la mano
sobre ellos, hicieron funcionar su mecanismo sin reparar en aquello que los
hace especiales. En la memoria del que se va, las cosas quedan congeladas.
Después de medio siglo, si vuelve, las encuentra convertidas en señales.
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En el camino de
vuelta, desde el tren, contemplo ventanas cuyos visillos nunca descorrí,
fachadas cuya solidez nunca me amparó, umbrales que nunca cruzaré. Imagino
vidas que me son ajenas, recorro sendas que no me pertenecen y hago recuento de
las pérdidas. Soy uno de esos personajes de hierro, viviendo en mi carcasa; mi
corazón es el eco de lo que pasa fuera, su latido se expande en mí sin que
nadie repare en ello, sin que nadie lo sepa. Ciega, pero sonora.