Había cosas peores
que estar sin blanca, pero en ese momento a Jack Levitt no se le ocurría
ninguna. Estaba plantado en la Cuarta Avenida, en el centro de Portland,
mirando el escaparate de una tienda de objetos de broma, con las manos en los
bolsillos y sus poderosos hombros inclinados hacia delante. Le llamaron la
atención dos cosas. La primera era un charco de vómito de plástico, no muy
convincente, de color amarillo bilis y con restos de comida saliendo de la
superficie; la segunda era una mierda de perro de lo más realista hecha,
probablemente, de yeso pintado de color marrón. Alguien hacía esas cosas con la
intención de venderlas. En algún lugar había una fábrica cuyos trabajadores
cobraban por su labor. Ojalá a Jack se le ocurriera algo así con lo que poder
ganar dinero. Pero era consciente de que no tenía ni la imaginación ni la
energía necesarias para un trabajo basado en el ingenio. Se sonrió ante la
evidencia. Cuando estás sin blanca, te vienen a la cabeza las ideas más
desquiciadas para ganar dinero.
Así comienza esta novela, un título de culto en Estados
Unidos, y que por fin se traduce en España (el libro fue escrito en los años
60), y que incorpora un prólogo de George Pelecanos, y que retrata el mundo del
crimen de baja estofa, de los billares americanos y de las prisiones con
indudable maestría, a través de la historia de dos amigos, un blanco y un negro
que llegan a hacerse amantes en la cárcel por pura necesidad de satisfacer sus
apetitos. A Jonathan Lethem le apasiona este libro y se nota porque su
magnífica novela La Fortaleza de la
Soledad no difiere mucho de la obra de Carpenter. Es cierto que, en algunos
pasajes, recuerda a las novelas de Walter Tevis (El buscavidas y El color del
dinero). Y que está narrada (como ya hemos dicho varias veces en este blog)
con ese pulso propio de los narradores norteamericanos: contar una vida vulgar
como si fuese la épica historia de un héroe griego. Con esa naturalidad.
[Traducción de Ramón de España]