Este libro me lo recomendó el escritor Carlos Pardo en mi
última visita a la librería que hay junto al Círculo de Bellas Artes. No
conocía al autor, no había oído nunca el título, ni siquiera había visto la
cubierta en la mesa de novedades o en los boletines literarios. Le eché un
vistazo, vi algunas alusiones a Scott Fitzgerald y a Foster Wallace y eso, y la
palabra de Carlos, me bastaron para llevármelo.
Y ha sido una auténtica sorpresa. Edoardo Nesi heredó una
fábrica de tejidos que acabó vendiendo cuando empezaron a funcionar los
sistemas económicos y el libre mercado basados en la globalización. Por eso su
texto es una mezcla de memorias, de alegato contra este sistema, de canto por
los viejos modelos de empresarios locales, de loa a la literatura. Por este
libro, Nesi recibió el Premio Strega. Es breve (155 páginas), es muy barato (9’50
€, y lo edita Salamandra) y es recomendable (me encantaron las páginas en las
que habla de escritores como Joan Didion, Fitzgerald o Richard Ford). Unos
fragmentos:
A mi espalda,
enmarcada y colgada en la pared, hay una hojita de libreta cuadriculada en la
que David Foster Wallace responde, agudo y puntilloso, a una pregunta mía sobre
La broma infinita.
Le pedí a Martina
Testa que le preguntara si Don Gately muere o no al final de la novela, y él me
respondió:
Para Edoardo.
Tenía una versión de
uno de los primeros borradores en la que D. G. moría, pero esa versión
presentaba muchos problemas… así que creo que es más acertado que no muera (en
la versión definitiva hay tres indicios de que no muere).
Se despidió con un Ciao seguido de un signo de exclamación, firmó y
le dio la hojita a nuestra común y queridísima amiga, y cada vez que miro la
hojita me complace ver ese signo de exclamación, cosa rara en él, y lo imagino
inmerso en uno de sus escasísimos momentos de serenidad, en Capri, en verano,
frente al sol y al mar más bellos que jamás haya visto, rodeado de admiradores
entusiastas, y es así como me esfuerzo siempre en recordar a D.F.W., el escritor
más extraordinario que haya leído y traducido jamás, el suicida que me enseñó a
vivir.
**
(…) gracias a él,
descubro lo duro que puede ser escribir sobre la vida real en lugar de
inventarse las historias; hasta qué punto puede minar lentamente tu interior y
desmoronarte como hace el agua con el cemento y la piedra; cuán
desesperadamente cierto es que una novela puede ser mucho más que un libro y
volverse tan real que te atormente día tras día, transfigurados tus personajes
en carne y sangre, rostros, cuerpos, voces, banderas infinitas, y acabes por
convertirte en rehén de fantasmas que nunca te abandonarán porque son tuyos.
Los has creado tú. Son tú.
**
Pero ¿no éramos
nosotros la generación X? ¿No éramos gente sin ideas ni ideales, una panda de
capullos egoístas y afortunados, criados delante del televisor, que iban a
vivir sin siquiera percatarse de su suerte, amos de un mundo ya sin historia,
acomodados en un dorado presente sin fin gracias al trabajo de nuestros padres?
¿Y es que nadie debe
pedirnos perdón por habernos condenado a ser la primera generación desde hace
siglos cuya situación será peor que la de sus padres? ¿Por habernos hecho crear
y construir nuestros sacrosantos sueños de bienestar y después habernos dejado
sin dinero ni trabajo justo cuando llegaba el momento de vivir esos sueños?
[Traducción de Teresa Clavel Lledó]