miércoles, marzo 21, 2012

Una comedia canalla, de Iván Répila



Este es el sueño de cualquier empleado: llegar al trabajo un lunes, con la cabeza todavía recostada en el fin de semana, madrugado por los pelos a costa de unas ojeras gordas como ciruelas y unas legañas resecas que no pudieron arrancar ni la ducha ni el café, sentarte en la silla, lamentarte, y después esperar: esperar a que el jefe diga o haga algo que te moleste, una orden con el tono excesivamente imperativo, una petición que sobrecargue tus tareas, algo que te hinche las pelotas, y en ese momento levantarte, mandarle a la mierda pronunciando correctamente cada sílaba y salir por la puerta sin mirar atrás.

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Antes, en algunos pueblos pequeños del entorno de la gran ciudad, no había grúas: esas máquinas costaban un huevo. Así que cuando un coche se quedaba tieso en mitad de la calle, o cuando había que mover una cajonera de escombros municipales, llamaban al Porlan. Y el Porlan venía desde la ciudad con el coche patrulla, se quitaba la camisa y movía lo que hiciera falta. En aquella época, si uno nacía tocho, con pocas ganas de estudiar y un exceso clínico de testosterona, se metía a poli. Y el Porlan, que era una mala bestia en el sentido estrictamente académico y también en el otro, estuvo pegando hostias y moviendo coches hasta que llegaron la democracia y las grúas, y luego solamente pegando hostias.